miércoles, 9 de mayo de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El leguito



Me llegué a Flores. Está el santuario con la luz de la mañana. Se ha levantado el poniente; el cielo con un velo sutil, suave, sin el azul que le da el aire de arriba. Arrullan las palomas en el alféizar de la ventana…

Entro. Me senté donde siempre, o sea, en el segundo banco a la derecha, delante del altar de otra Virgen, la Virgen de la Paz. La saludo. La veo en el camarín. Hoy le han cambiado de manto. Tiene flores nuevas en jarrones de cristal…

¿Te acuerdas de aquellos papeles viejos? Sí, los del Leguito…
Le refresco – como si a Ella le hiciera falta refrescarle la memoria – lo del leguito… Lo recogió en 1732 Bernardo Campoo, el cura de Álora que estaban en  Griñón… El leguito del convento era un hombre simple en sus formas pero tierno y entrañable.

Sus luces no daban para más. El hombre sabía de su huerto, de sus cosas. Enamorado de su Virgen – la Virgen de Flores – él, a su modo, la piropeaba en su afecto y ternura: “eres más linda y hermosa que las coles, y los nabos de la huerta, eres mucho mejor que la albarda de la mula de la noria…” Dicen los papeles viejos que la Virgen le sonreía…

El padre guardián pasa por allí; lo escucha. Repara en los disparates… Le reprime y le recomienda. “Hermano, dígale, que es más hermosa que el sol, y que la luna, y más linda que el cielo y las estrellas…” Aprendió el Leguito su nueva oración, pero la Virgen, vio que aquello era estudiado. Y ya no le sonreía como le sonreía otras veces…

Acudió el leguito apenado donde el padre guardián. Se lo contó. “Ya hice lo que me mandó, pero la Virgen…” Vio el superior la beatitud del buen hombre y, entonces, le aconsejó: “dígale lo que le parezca…” El hombre volvió a contarle lo que era su vida… La Virgen, dicen, le esbozó una sonrisa más grande aún que todas las sonrisas que les había regalado antes…

Nos hemos mirado. Le he contado mis cosas. Cuando sea mayor, le he dicho que quiero ser el leguito que cuide su huerto. Fuera había silencio, paz por dentro. Silbaba en la espadaña el viento; en el alféizar, arrullos de palomas…




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