sábado, 15 de mayo de 2021

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Gentes

 

 

 


Cada mañana, según a qué hora, se iniciaba un desfile de personas que no eran de los nuestros. Venían de sitios lejanos. No sabíamos de dónde, pero sí que tenían un acento diferente, distinto a nuestra manera de hablar, y sus palabras no eran como las que usábamos entre nosotros.

Entre aquella gente forastera – “frasteros”, era la manera de llamarlos – venía el afilador, un hombre enjuto, con la nariz larga, y una voz muy aguda, que cruzaba la calle después de hacer sonar un artilugio metálico, identificativo, tan especial que solo lo usaban él o las personas que como él, se dedicaban al oficio. Aquella voz, anunciaba su presencia: el ¡afilaooooo…! y alargaba la vocal tanto que hasta llegaba a los rincones más recónditos de las cocinas, donde a esas horas de la mañana, faenaban las mujeres…

El afilador tenía una bicicleta que él articulaba de manera especial, le daba la vuelta, como si fuese una contorsionista metálica, como las que venían en el circo cuando la feria, solo que aquellas eran mujeres, y ésta, un instrumento de latón y radios en las ruedas. Las mujeres sacaban cuchillos, utensilios de punta, y sobre todo tijeras, que el hombre, a veces, además, apretándoles el tornillo que golpeaba con un martillito especial, sujetaba y hacía que cortasen mejor.

Como aparecía, se iba. A ratos, se escuchaba en la lejanía su voz, en otra esquina, seguida del sonido largo, agudo, de aquella especie de flauta que llamaba a las vecinas que podían tener problemas con el instrumental metálico de la cocina.

Otro personaje que aparecía de manera esporádica, era un hombre que vendía ajos de Alhaurín. Pregonaba la mercancía desde la puerta de María Pérez, o sea, en la esquina de la Callejuela de Padilla. A los niños, nos daba miedo pasar bajo la tenue luz de la bombilla en las noches de invierno, porque decían que salían fantasmas.

El hombre vestía con una blusa gris oscura, que le llegaba hasta la media pierna, con dos grandes bolsillos a los lados. Siempre tenía abrochado el primer botón del cuello, a la altura de la nuez y dejaba entrever una camisa blanca. Usaba pantalón negro y unas botas hechas por un zapatero remendón. De su hombro, siempre colgaban las ristras de ajos, hasta que se desprendía de la mercancía que colocaba a las compradoras….

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