miércoles, 8 de julio de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Verano

Está aquí. Ha venido para quedarse una temporada. Vamos, viene sin prisa y sin ninguna vergüenza. Se ha adueñado de la calle, de las plazas, de los días y de las noches. (De los medios días y de las medias mañanas y de las tardes…).

Dicen que media España, y la otra, también, está achicharrada o a punto de llegar al grado de ebullición. Y, eso no se hace. Eso es mala condición. La gente habla de cambio climático, de vientos que vienen de no sé qué desiertos ardientes.

Los que saben hablan del umbral del sueño y esas cosas. Lo cierto es que por aquí no hay dios que pegue ojo por las noches. O lo que es lo mismo, se levanta uno con un mal cuerpo propio del que no ha descansado.

Las casas antiguas de los pueblos tenían las paredes de barro y piedra. Los muros se medían por medios y por metros enteros. Ahora, las construcciones modernas, con ladrillos del canto de un papel de fumar, se calientan como las planchas y despiden calor. Mucho calor.

No todo es malo. Cuando cae la tarde, los jazmines, suspiros prendidos en el aire ponen una nota de perfume único. Mi madre - ¡ay, mi madre! – solía ensartar, cada día, una horquilla del pelo y lo colocaba en el canillo del pecho. Y mi madre olía a jazmines y los jazmines a madre.

Embriagan la dama de noche, la yerbaluisa el heliotropo, las diamelas… Todavía no han florecido los nardos y aunque Ramón Gómez de Serna decía que para ser feliz solo necesitaba el verano y los nardos, yo con todo respeto hacia el maestro me quedo con lo segundo, solo con los segundos. Nardos, sí, muchos nardos, todos los nardos, pero de lo otro…

Cuando apunta la noche pasean pandillas de muchachas jóvenes, preciosas. Traen el primer tostado playero. Y eso, también, se lo debemos al verano. Pero si, además, llevasen con unos jazmines, entonces…
 

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