viernes, 10 de julio de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Varýkino

El sur de los Urales, en primavera, es un paisaje precioso. Prados, margaritas, campos verdes; la llanura inmensa se extiende a todo lo que alcanza la vista. Un coche de caballos traslada a una familia que huye del infierno de la revolución y busca el olvido y la paz en el campo.

Un potrillo juguetea delante  del carro. El potrillo es el canto a la libertad; los pasajeros al miedo del que huye; el carrero una evocación de la fidelidad del campesino humilde, el criado fiel al rico propietario que vuelve…

Hasta ahí la ficción de Boris Pasternak en el Doctor Zhivago. Yuri Zhivago busca el refugio. Su medio hermano le avisa que era objetivo de los intransigentes de la revolución. ¿Motivo? Su poesía no gusta al aparato del partido. Rusia está inmersa en la revolución bolchevique que destrona a los Zares.

En Varýkino entra la película en uno de los momentos más tiernos, más dulces, más románticos de toda la trama. Zhivago llega a su realización personal, su plenitud junto a Lara. El poeta está en el cenit. Lara le da lo que busca; Zhivago lo encuentra. La simbiosis es perfecta.

Aulla un lobo bajo la luna fría de la noche. Todo está nevado, todo está helado, menos el amor. A Lara la despierta el miedo. Zhivago espanta al lobo en la frialdad de la madrugada gélida; el viento lleva un humo de nieve… Suena la balalaika. Los ojos de Julie Cristie dicen todo lo demás…

El periódico da la noticia: ha muerto Zhivago, o sea Omar Sharif. Se va uno de los hombres que aportaron al cine, en esta y en otras películas, algo que era diferente: el hombre que hablaba con los ojos.

Hay un momento (reencuentro con Lara en la biblioteca del pueblo donde se dicen que se despiden, que se separan, que rompen, pero sus ojos hablan  y dicen lo contrario de lo que anuncian las palabras. El Doctor Zhivago es la película donde más hablan los ojos…


Escribo estas líneas bajo la temperatura abrasadora de una tarde de julio. Nada tiene que ver con las llanuras sorianas de Calatañazor en invierno convertidas en estepa rusa. Suena la música de la balalaika y uno entorna los ojos y sueña y sueña…

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