jueves, 9 de junio de 2022

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Aquellas tardes...

 

                                                    


9 de junio, jueves. Había en el viejo edificio del Menor, salvados los laterales de la Capilla, unas estancias grandes con una apertura al patio, una puerta pequeña que llevaba a las duchas, unas escaleras que subía al primer y único piso donde estaban los dormitorios. En un extremo se abría la galería larga, con el suelo de pequeñas piedrecitas a modo de mosaicos, con leyendas, o sea con mensajes en toda su extensión.

La galería tenía unos arcos armónicos, aprovechadores del espacio. Allí tenía cada cosa su sentido. En uno de los extremos estaba la campana. Nosotros nos regíamos por la campana. Tenía un mensaje, según el toque si era la primera, la segunda… y así hasta las cuatro clases de cada día, si era el momento de inicio o final de la clase, si había llegado el momento del recreo, si era hora de ir al comedor….

Los atardeceres de los primeros días de verano eran espléndidos, luminosos, abiertos a la luz del día que se iba y, poco a poco, dejaba paso a la noche. Algunas veces, en esos paseos entre horas y horas de estudios – el prefecto anunciaba “dos horitas de estudio y media horaza de recreo” – llegábamos hasta la curva grande. Abajo, Málaga; en la lejanía, el mar.

La torre de la Catedral sobresalía sobre todos los edificios que la rodeaban. Era un revolutum de tejanos ocres y asimétricos. Solo ella marcaba la diferencia de tal manera, que sobresalía en todo el paisaje urbano de una ciudad que entonces, era provinciana y pequeña.

En las tardes limpias de bruma, se veía cómo se recortaban, al otro lado, las siluetas del Atlas. Eran las montañas que sabíamos que estaban en Marruecos. ¡Tan lejos en la distancia, pero tan cerca en aquellos momentos donde el alma se dejaba llevar hasta donde ella quería…!

La cercanía de los exámenes nos apremiaba a aprovechar el tiempo. No obstante, nosotros percibíamos como un bálsamo que bajada del monte, el olor de los pinos y ese otro olor que solo dan los eucaliptos que bordeaban el camino. Por la Cuesta de la Reina subían lentos, pesados, ronroneando los camiones cargados de mercancías que iban a alguna parte.

Nuestros paseos – por mor del tiempo concedido – eran cortos y al regresar a los salones de estudio, pasábamos por delante de la imagen de la Virgen Blanca del recreo. Sobre las mesas esperaba alguna traducción de Horacio, de Virgilio, quizá algo de la Anábasis, la cristalografía… ¡Qué sé yo!

 

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