miércoles, 29 de junio de 2022

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Amorriangao

 



29 de junio, miércoles. El hombre era bajito, rechoncho y narigudo. Unos grandes surcos cortaban su cara y cuando sonreía dejaba ver la boca destentada. Vestía siempre con la misma ropa. Cuando comenzaba el invierno, se metía dentro de un jersey de lanilla hecho con agujas del ocho, del que no se desprendía hasta que venía otra vez el buen tiempo. Al final de la temporada tenía más lámparas que la casa ‘Polonio’.

Le metía mano a todos los oficios. Siempre eran negocios poco productivos, efímeros y que, como las estaciones, se repetían cíclicamente.  Nunca le faltaba su chispa de humor e ingenio. Y tenía salida para todas las situaciones por peliagudas que se presentasen.

Hacía recortables de cartón a modo de muñecos – Bartolitos – con todas las partes del cuerpo humano, que se accionaban con un mecanismo de guitas entrelazadas, pero que al primer tirón se rompía… Entonces el niño recurría:

-         El mío, no funciona.

-         Estará amorriangao, respondía con total convicción.

Otras veces hacía un artilugio de papel, donde colocaba unas hojas terminadas en puntas y superpuestas. Fijadas con una puntilla en el extremo de un carrizo que debían girar con el impulso del viento. El invento casi siempre permanecía  inmóvil, quieto y sin atisbo de dar vueltas.

-         La mía, no funciona…

-         Espérate a que cambie el aire.

Por Semana Santa vendía en un carrillo de mano que servía de mostrador, trozos de caña de azúcar a la que los niños extraíamos su sabor dulce y deleitoso con grandes chorreones escapados por la comisura de los labios…

-         La mía, amarga…

-         Porque la habrás chapado por el culo.

-          

Cuando llegaba la feria, se ‘colocaba’ de ayudante con el hombre de los carricoches. Él era el encargado de cobrar a los que accedían a dar el paseo en la ‘ola’. Desde una cabina determinaban la duración y así, en función del número de demanda y asistentes, ‘el viaje’ era más o menos duradero.

-         El mío, ha durado muy poco tiempo.

-         ¿Y qué quieres que por una peseta te llevemos a Málaga?

Otra vez se colocó con el hombre que traía las cadenitas. Había dos ‘cadenas’, las grandes, eléctricas que tomaban mucho impulso y las otras, las más pequeñas, manuales e impulsadas por una manivela.

-         ¡Hombre, gritaba un niño, para, que me da cosquilla en el pito. Hombre, para….!

-         Po no haberte subío….



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