jueves, 4 de junio de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Calores

Con las primeras calores han llegado los abejarucos. Vienen de tierras de lejos. Dicen que de África donde ya arden las arenas de los desiertos. Los abejarucos se han acicalado sus colores y por si les faltaba algo, se han tintado más de azul las plumas cuando han cruzado las aguas del estrecho. ¡Estrenan traje nuevo!

Sentado debajo de la higuera el campo es una eclosión de vida. Están pintonas las primeras brevas. Han acudido abejas, abejorros negros y rubios (los negros dicen que traen mala suerte), mosquitos y una piara de moscas nuevecillas que no extrañan nada, pero que nada, nada.

Las hormigas van a los suyo. O sea, llevan palitroques secos de la hierba que ya está agostada por un caminito hecho por ellas hacia un hormiguero que está un poco más allá. Al igual ese hormiguero que ahora veo es un respiradero del metro interior por el que se mueven las hormigas y yo sin saberlo.

Han venido también los tabarros. A mí no me gustan los tabarros. Son unos bichos inútiles pican con mucha singracia. Un amigo, que es biólogo, está en desacuerdo conmigo y me dice que son imprescindibles para la polinización de las plantas y esas cosas. Claro que si él, que sabe de estas cosas, lo dice…

Los grillos son otra cosa. Cuando yo era niño y la luna, en las noches de verano, subía por lo alto de los chopos, mi abuela decía que era la hora de irse a la cama y, entonces, parecía que la sinfonía de grillos se hacía más grande como si todos tocasen a la vez y  nos estuviesen dando las buenas noches; las ranas se unían y luego el sueño doblegaba al niño.

Ahora, bajo la sombra de la higuera dejo que me lleven los recuerdos - ¡cómo aprietan los recuerdos! -  mientras escucho en la barranca del Hoyo del Conde como pían los abejarucos y en la alameda del río un zureo de tórtolas…

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