domingo, 28 de junio de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La siesta

El sol escribe en morse a través de la persiana sobre el tablero de la mesa. Están que revientan las chicharras. No hay un alma que se atreva a salir a la calle. Están desiertos los parques. Los pájaros se dan el calor a buchadas y buscan cobijo bajo las hojas de los árboles; se ha echado el aire. Es esa hora sagrada a la que en el Sur le hemos puesto nombre propio: la siesta.

Dice la radio que el Servicio Andaluz de Salud hace llamadas a las personas de alto riesgo, o sea enfermos crónicos, hipotensos, cardíacos, ancianos y… para que eviten la exposición al sol, no sufran golpes de calor y recomienda que beban agua, mucha agua.

El mundo del Sur de España durante una gran parte del año se divide en dos: la siesta y el resto del día. En ese puñado de horas - la siesta - las campanas del reloj del ayuntamiento tienen pereza para tocar y así las dos, están multiplicadas; las tres son más largas; las cuatro duran una eternidad; las cinco no terminan nunca…

Parece que a esa hora hay menos movimiento de aviones que salen o entran al aeropuerto. El cielo está en calma; no hay trenes que crucen el campo agostado por el calor y solo se atreven a dar vuelos cortos, muy cortos los tabarros sobre el pilar del pozo al que se acercan contantemente a repostar.

Me viene, al recuerdo, una anécdota que contaba Martías Prats. Sevilla, un día primo hermano del de hoy. Real Maestranza de Caballería; corrida de saldo y poquísimos espectadores: por el cartel, por el ganado, por lo que estaba cayendo aquella tarde. Los pocos asistentes  buscan el amparo en la zona de sombra. De pronto,  cruza el silencio una voz que sale desde los desiertos tendidos de sol:

-          ¡Hay que ver el calor que estarán pasando en la sombra con lo que sale de aquí!


Pues, eso.

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