sábado, 28 de noviembre de 2020

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El paisaje

 

 

 

                                     


 

Subíamos al campanario. Aquello era una aventura. Una de nuestras aventuras más complacientes. Al campanario se entraba – y se entra - por una puerta, que más que puerta es una portezuela pequeña, al final de la nave del Sagrario,  entre el altar de Santa Rita y el Baptisterio. La puerta está pintada de negro. No sé si el negro era por reflejo del manto de Santa Rita o porque a Vicente, el sacristán, le había parecido bien el color.

Para subir hay una escalera estrecha de caracol. Huele a orines de monaguillos. Es umbría y oscura. Los primeros tramos, siempre tenían un olor muy repelente. Allí nunca entra el sol. Un ventanuco diminuto con forma de caja de zapatos puesta de pie, deja entrar la claridad.

Al llegar al primer tramo, todo se ensanchaba. Una gran ventana con una reja de forja, permitía la entrada de la claridad. Los rayos del sol, según que época, bañaban parte de la estancia. En el centro colgaban llenas de nudos una gruesas sogas con flecos en las puntas, que se perdían por el techo. Servían para tocar las campanas. Un pasadizo sin puerta, permitía la entrada al coro…

Las campanas tocaban según a qué hora a misa, al rosario, a vísperas, al ángelus, a agoni, a fuego, (agoni y fuego eran dos manera de la muerte), a gloria y entonces era un repique que llenaba de jolgorio todo el ambiente. Cada vez que tocaban las campanas, salían despavoridos los pajarillos que estaban en la cubierta de la torre y las palomas que anidaban en su oquedades.

La escalera que subía hasta lo más alto, ya no era de caracol. Era amplia y luminosa. Tenía un ventana que no era ni grande ni pequeña y dejaba entrar el sol. Cuando subíamos nosotros, los palomos que no tenían anunciada la visita, salían de manera atropellada con un aleteo nervioso y precipitado.

Cuando llegábamos al Cuerpo de campas, nos parecían que eran más grade, y el pueblo más pequeño… Las gentes que deambulaban por la plaza parecían figuritas de barro como muñequitos que no se estaban quietos en ninguna parte. El campo, al alcance de la mano, y algunas veces, si el aire venía de cara, se oían los cantos de los gallos. Lo que más impresionaba desde aquella altura, era la luz, la sagrada luz que hacía al pueblo más blanco.


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