domingo, 6 de febrero de 2022

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. A media mañana

 

      

Monasterio de Veruela. Al fondo, el Moncayo 

                          

A eso de media mañana, o sea un poco antes de esa hora en que los monaguillos tocaban las campanas de la iglesia y la gente del campo – hasta donde llegaba su tañido – rezaban el Angelus, hace unos días, vino Rafael. Teníamos ganas, él y yo, de echar un rato y lo echamos.

Hablamos de muchas cosas – “compañero del alma, compañero”, escribió Miguel –  que teníamos en el recuerdo para compartir. Recordamos de cuando él se las anduvo por Haro y por Asturias. Me contó que conoció a Víctor Manuel, cuando su padre era factor que despachaba billetes en la estación de ferrocarril de Mieres… Anécdotas sabrosas. Uno en esas ocasiones, recurre al tópico: “que chico es el mundo”.

Me habló de cómo soplaba el aire que viene del Moncayo en los temporales de invierno, y de todo lo que ese monte supone para las tierras de Ágreda. Yo le dije que recordaba una tarde en la que me senté un rato, a las puertas del Monasterio de Veruela, en la Cruz de Piedra, en el mismo sitio donde se sentaba Bécquer a esperar el correo de Madrid que llegaba cuando ya casi oscurecía.

Le conté que aquella mañana, había recorrido las librerías de Tarazona y que no encontré en ninguna, ni una sola obra de él…

Y que aquella tarde –  ese día iba solo – sentí, además de la admiración que siempre me ha brotado hacia Gustavo Adolfo, una sensación de tristeza enorme en la maneracómo lo habían tratado las circunstancias en las que se vio envuelto y de la ingratitud que la sociedad le devolvía. Pensé en lo que significaba que su obra se publicó casi por conmiseración y después de su muerte…

El Moncayo, - aquella tarde y ahora también, aunque yo me encuentre muy lejos - estaba frente a mí como la mole que es. La mole sagrada de Aragón, enclavada en la tierra donde se acaba la vieja Castilla la Vieja… Rafael y yo hablábamos también de otras cosas y mezclábamos los recuerdos y las experiencias que enriquecían – de lo malo, mejor no acordarse – nuestras vidas.

Cuando se fue, el cielo estaba entoldado de nubes plomizas. Dice el hombre del tiempo que va a soplar fuerte el viento de Levante y ya se sabe aquí, con esas corrientes de aire, no llueve nunca. ¡Con la faltita que está haciendo, Dios mío!

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