La mujer tiene el
pelo negro. De joven, peinada a media cara y un poco revueltas las puntas hacia
adelante como Silvie Vartan cuando cantaba “Le
plus belle por aller dancer…”;
luego, cuando pasó el tiempo, a lo garçon, como Mireille Mathieu cuando era el
“Ruiseñor de Avignon”…
La mujer es
agraciada. Ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, ni joven ni mayor. Los ojos escondidos
de la luz tempranera de la mañana debajo de unas pestañas largas, como quien
observa desde detrás de una cortina.
Es muy hacendosa. Su vida ahora, monótona y triste, encierra
muchos sueños que no se han cumplido. La vida se encargó de ponerle chinitas,
muchas chinitas en el camino. Le dio, también, varias manos de pintura gris. Un
día a día que amanece pero no sabe cómo llegará a la punta.
Es una mujer anónima. Tiene su nombre, claro. Es lo de menos
saber cómo se llama. No importa. Es la mujer fuerte. Saca de donde no hay; hace el milagro. Todos se preguntan y nadie
encuentra la respuesta.
Es una mujer de pueblo. Hay muchas mujeres, como ella, en
muchos pueblos. Los pueblos están, todos, perdidos en medio del campo. Todos
los caminos llevan a los pueblos y todos los caminos sacan, también, a las
gentes de los pueblos.
Casi nunca, esas mujeres, tienen un reconocimiento. Lo agradecen
todo, lo sufren todo, lo lloran todo por dentro y en silencio. Las almohadas saben
de tanta soledad y de tanta incomprensión.
Conservan mucho de la belleza de entonces… Nos cruzamos con
ellas, las saludamos, nos devuelven el saludo. El disimulo de una sonrisa
esbozada… ¡Para que no sepa nadie! La vida sigue su curso.
Hablaba don Antonio Machado de la buena gente que labora los
cuatro palmos de tierra. Decía, también, que un día descansaban bajo la tierra.
Los suspiros, según Bécquer son aire que van al aire ¿En qué revuelta del aire
aguarda el suspiro que alivie los que se perdieron en las noches largas de estas
mujeres únicas?
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