viernes, 14 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La piedra grande

                                                           

El día que la piedra grande mató al niño en el Monte Redondo llovía copiosamente. La tormenta se había apatarrado en lo alto y el cielo negro y feo sólo se veía roto por las culebrinas que jugaban a su capricho en un dominio que tenían por suyo.

El niño estaba con las cabras por cima del Baece. La tromba de agua le sorprendió. Se refugió en una oquedad de las rocas de arenisca y allí vino a buscarlo su destino… La noticia corrió por el pueblo. Sobrecogió...

Entre las personas mayores hablaban, se lamentaban, decían cosas que los niños no entendíamos y dijeron que hasta que no fuese “la curia” no podrían traer el cadáver a su casa donde todos los suyos y los vecinos lloraban.

Lo enterraron a la mañana siguiente. Estaban las calles intransitables. Alguna autoridad determinó que aquel día no hubiese clases para que los otros niños, que no conocíamos al niño que mató la piedra grande desprendida del monte en El Baece, lo acompañaran en su entierro. El agua arreciaba.

 El cura iba vestido con una capa negra que llegaba hasta el suelo por detrás. Con las manos, el cura, tomaba los picos delanteros y procuraba salvar el barro de las calles. El sacristán revestido con un roquete blanco y encajes colgueros sobre una sotana tornasolada y vieja acompañaba al cura en los cantos de latines. Un monaguillo llevaba la manga de la parroquia sostenida con vaivenes por el sobrepeso del agua; otro, una cubeta con el agua bendita.

La gente de iglesia entonó un responso cuando la comitiva llegó a la casa. Desde dentro salían lamentos y llantos, voces desgarradas, lastimeras; rompían el alma. Las voces roncas del cura y el sacristán entonaron algo así como “in paradisum deducant te angeli…” y apareció, ante ellos, la caja con los restos del niño dentro.


Un pellizco apretó fuerte, muy fuerte. Llovía. La gente se mojaba y no abría los paraguas y los niños de la escuela que no conocíamos al niño que había matado la piedra grande en el Monte Redondo no sabíamos si lo que nos corría por las mejillas era la lluvia del cielo o las lágrimas de dentro.

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