viernes, 8 de agosto de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Olivos de agosto

                                               

 El sol hace chiribitas en las lomas de Virote. No hay cantos de alondras de amanecer ni arrullo de tórtolas bajo calor sofocante de la siesta. El pasto seco cruje con el peso de la bota que lo oprime contra el suelo. Cantan, hasta reventar, las chicharras. Parece que es lo único que se mantiene con ganas de pelea.

Se alinean los olivos. Peinan el campo. El peso de la aceituna dobla las ramas más tiernas. Se arraciman y se bajan hacia el suelo como si la gracia divina bajase de lo más alto hasta la altura del hombre, como si la mano de Dios se tendiese abierta para ofrecer ayuda.

Las aceitunas, a estas fechas de agosto, ya tienen cuerpo. Llaman al caminante. Piden un rocío de agua fresca de tormenta de verano que no haga daño, que no arroye pero que lave las hojas y les dé brillo a ellas antes de encaminarse a la mesa o al molino. El sol y la luna de agosto - ¡qué cosas! – ponen todo lo demás.
Miguel Hernández cantó a los olivos. Se preguntaba  - memorable aquel  ‘Andaluces de Jaén’ - por quién levantó los olivos y halló la respuesta en la tierra callada, el trabajo y el sudor, en la sangre y en la vida… del hombre.

Don Antonio Machado los veía cómo peinaban el campo entre Baeza y Sierra Mágina, y la lechuza que bebía el aceite de Santa María, y capachos y arrieros y aceitunas moradas y, eso sí, “entre los olivos, los cortijos blancos”.

Para Federico García Lorca “el campo / de olivos” se abre y se cierra / como un abanico”;  Fernando Villalón habla de:“los ejércitos nudosos / de olivos leñosos / que suben de la pradera”.


 Va más lejos Barbeito:“Cava un hoyo en la tierra, / planta un olivo; / lo mirarás mañana / como a tu hijo. / Y al ver entre sus hojas/ flores de esquilmo,/ y más tarde  - cosecha - / el fruto limpio, /sentirás que tu mano/ ha escrito un libro”. Amén.

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