jueves, 7 de agosto de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Gredos

                                                                                                   A mi amigo Teodoro
                                                           

Dicen que un día en que Dios estaba claro decidió retocar lo que había hecho. Moldeó, con sus dedos un macizo de granito, tan alto, que casi llega al cielo donde sólo El mora. Lo puso, porque le dio la gana, en el centro de España y dijo: de ahí al norte, Castilla; hacia el sur, Extremadura y, luego los hombres le fueron poniendo nombres.

Dijo Dios que en las mañanas de invierno las cumbres se coronarían de nieve y, en los deshielos las aguas correrían por gargantas profundas entre rocas como panes grandes y llegarían a los ríos y así nacieron el Tormes que se va por Salamanca al Duero, y el Alberche y el Tiétar que querían ver Lisboa y, entonces, se fueron para el Tajo.

Por si fuera poco Dios llenó las tierras de robles, castaños, pinos, encinas, quejigos, alisos y helechos. De piedra en piedra saltaría la cabra montés y el lobo, y en la llanura de tierra fina crecerían maizales, cerezas y picotas y frambuesas, y tabaco y cuando llegaba el final del verano, el pimiento punteaba de festones rojos, como puntadas sin hilo, pero bellísimas, las matas verdes. Nació el pimentón…

Pero Dios vio que faltaba algo y colocó en sus faldas pueblos de madera y adobes, de sombras, silencio y embrujo y le puso flores – muchas flores - y fuentes y dijo que por medio de sus calles correría agua tan clara, tan abundante, tan saltarina que sería como la Gracia de Dios.

Dijo don Miguel de Unamuno que en la Vera – que así se llama la comarca que va de Plasencia a Madrigal – “chachareaban las sombras”. En las puertas de las casas la gente – muy buena gente, ¿verdad, Teodoro? que a donde estés van estas líneas de cariño y recuerdo hacia ti – dejan que pase el tiempo y saludan al viajero y tienen una sonrisa generosa y amplia…


El viajero recorrió aquella tierra y llegó a Cuacos de Yuste  y bajó a la plaza de los Chorros. Era ya noche cerrada. Pasó por delante de la casa donde Jeromín, de niño, vivió con don Luis de Quijada y doña Magdalena de Ulloa en las cercanías del Emperador, su padre, y como es imposible resumir tanto en tan poco, se embelesó y  guardó el recuerdo y el canto del agua…

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