sábado, 10 de mayo de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La de los toreros machos.



A la hora que llegues la ciudad te tendrá reservada alguna sorpresa. Sabrás que has entrado en tierra de leyenda. Camina en paz contigo mismo. Pedro Romero, en  piedra, te verá pasar, como a los grupos de guiris. Al fondo, la serranía, entre velos de niebla, da apellido a Ronda.

Entra, si quieres, en los soportales del graderío de la Real Maestranza: Los han convertido en museo taurino. Cabezas de toros disecadas, capotes de paseo, trajes de luces, carteles, notas, sueltos...

Dedícale tu atención a un libro de “Oficios de Semana Santa”. En sus guardas dice con letra clara “Soy de Pedro Romero. 1834”; a la navaja – asta de toro y hoja de acero – de Reverte al que la novia, según la copla, bordó un pañuelo “con cuatro picaores, Reverte en medio”; a los documentos de “Pedro Guillén, único torero muerto en esta plaza”; a las fotografías de. Maestro Ordóñez con Hemingway y Orson Welles; a una preciosidad en bronce que recoge el momento del arranque del toro. La firma Mariano Benlliure... En cerámica unos versos del maestro Villalón:

       “Plaza de Toros de Ronda

       la de los toreros machos…”
      
Descubre Santa María la Mayor y en la plaza a la que se abre su puerta principal la paz con que Ronda ha sabido arropar a sus hijos preclaros: Vicente Espinel, el del Pícaro Marcos de Obregón – hay quien dice que es su biografía -, el de la “séptima o espinela”. Ahora, con busto coronado de laurel, oye  -que no escucha- impasible las campanadas de la iglesia.

Recorre la balconada del Tajo. Siente la sensación de vacío bajo tus pies; graznan las grajillas: aprovechan las corrientes de aire para planear sus vuelos, el Guadalevín, los molinos, a media ladera…


Debes ir a la Plaza del Socorro y degustar las yemas del Tajo. Hazlo. Después baja a la judería. Ándala, es la mejor manera de conocerla. Vete hacia donde la Posada de la Ánimas. Pocos nombres tan evocadores y emotivos. Déjate envolver; piérdete, sin rumbo ni hora, por sus calles. Al regreso comprenderás porqué Rilke -y tantos otros- sintieron, como tú, su hechizo.

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