viernes, 4 de junio de 2021

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Roncalli

 

 


Hace unos días (el 3 de junio) se han cumplido cincuenta y ocho años de su muerte. Las televisiones no han dicho nada. Es normal, ni es Rociito, ni está envuelto en luchas por el poder ni en casos de corrupción.

Cuando nos dejó después de una vida muy llena y de un mandato muy corto, se iba uno de los hombres más grandes del siglo XX. Había nacido en un pueblecito de la Lombardía italiana, Sotto il Monte, que de no ser porque él había nacido allí, solo figuraría en los mapas muy específicos.

Sus padres trabajaban la tierra de otros. Catorce hijos (él, el cuarto), pobres, pero con una formación en los valores fundamentales que pueden ser seña y santo (las dos cosas las llevó al extremo) inculcados al niño que había nacido en el siglo XIX, 1881, y que murió ochenta y dos años después, en 1963, cuando todo el mundo lo quería. Era un hombre bueno, o sea, un hombre de Dios

Desempeñó labores de enorme responsabilidad en Bulgaria, Turquía y París donde como anécdota se cuenta que dijo que, a las recepciones de la Nunciatura no acudía nadie, y que entonces fichó a los mejores cocineros de París y “ya acudía todo el Cuerpo Diplomático”

En Venencia se trató con gondoleros, prostitutas, gente humilde… ¿A que esto suena? De allí a Roma. Lo eligen porque tiene 77 años, no le queda mucho y éste, se dijeron los prebostes, va a ser de ‘transición’. Y les salió… En cuatro años convocó una Concilio, el Vaticano II, que volvió como un calcetín, “aggiornamento” lo llamó,  todo lo que tocó. Lanzó dos Encíclicas: Mater et Magistra y Pacen in terris… Dignidad del hombre y paz entre todos. Fuera, estaba de moda eso que se llamaba la “guerra fría”.

Dicen que tomó el nombre de Juan por varias razones: porque los anteriores a él con ese nombre todos fueron breves, porque admiraba a Juan el Bautista, el precursor, y al discípulo amando Juan Evangelista, y porque su padre y el patrón de su pueblo se llamaban Juan.

A su muerte lo lloró el mundo. Era una tarde de finales de primavera, pasadas la dos y media. El cáncer no conoce ni a los hombres buenos ni a los santos. Pongamos que hemos hablado de Juan XXIII, perdón san Juan XXIII, papa.

 

 

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