El sur del Sur, o sea, nuestra
tierra tiene inviernos suaves y placenteros donde hace frío, frío de verdad, solo
ocho o diez días al año esparcidos a voleo que caen a capricho, principalmente
en el mes de febrero, aunque también pueden aparecer en diciembre o en enero.
Ya se sabe que la naturaleza tiene sus cosas.
Otoño – de almíbar y oro - y primavera son delicias de policromía,
exuberancia, abundancia de perfume en sus noches o canto de pájaros que acuden
a recogerse en los árboles urbanos –sobre todo en los grandes ficus del parque,
o en el campanario de la iglesia – desde los campos cercanos.
Pero el verano… ¡Ay, el verano!
Predomina el viento de levante que deja humedad en el aire y el cielo cubierto
de nubes que abren al mediodía. Si sopla del norte, el cielo está limpio,
impoluto, pero si sopla del noroeste, entonces es terral y que ¡Dios nos coja
confesados!
Las primeras horas de las mañanas
del verano o las que dan paso al crepúsculo de la tarde, son las apropiadas
para subir al castillo. El paisaje que se abre ante los ojos es algo único. A
sol poniente, El Hacho y las estribaciones del Monte Redondo. Terreno
descendente por las Lomillas y Baece hasta la orilla del río.
Vega abajo, el Guadalhorce va
camino de la mar. No se ve, pero se intuye en la lejanía. El río se abre paso
entre un vergel verde, frondoso, ahíto de vegetación. A veces, se entre deja
ver; otras, se oculta y juega al escondite de la adivinanza.
Cuando se corona el monte – el
Cerro de las Torres – el Castillo que recibe el nombre del cerro es una mole
imponente que da idea de su fortaleza para resistir los ataques del tiempo y de
los hombres, que quizá seamos más destructivos y perniciosos.
Enfrente, a sol naciente Los
Lagares y, en la lejanía, El Torcal y la Sierra de la Huma y del Valle. En
medio, campiñas en verano agostadas y en los meses menores una alfombra de
verdor donde anidan las alondras.
Un paseo hasta Flores - el
Santuario está a poco más de dos kilómetros de la población - es eso que uno a
veces necesita para, en el sosiego de la paz y el recogimiento, reencontrarse
consigo mismo y, entonces, apreciar que hay momentos y lugares que enamoran.
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