La chica tomó el tren del viento una noche fría de invierno.
Se fue a alguna parte. Se lo comunicó solo a los más íntimos y el jefe de la
estación, cuando le preguntaron, a la mañana siguiente si la había visto, dijo
que cogió el tren que pasaba por la estación a media noche.
La chica huía de algo imposible. Huía de sí misma. Cuando el
tren se acercaba a la estación sonaron los timbres de las barreras del paso a
nivel. Los semáforos rojos lanzaban destellos intermitentes. Avisaban a los
posibles usuarios de la carretera.
Por la carretera a aquella hora y aquella noche no venía
ningún coche. Por la carretera no venia nadie. Todo era un formulismo de
seguridad. El tren aminoró la velocidad cuando entraba en la estación; luego,
se detuvo. La chica buscó el número del vagón al que tenía que subir. Había muy
pocos viajeros aquella noche en la estación. En otro vagón diferente, también,
subió alguien…
Partió el tren. Con un ruido sordo se echó a andar. Cuando
el tren traspuso por la curva de la estación se hizo un silencio enorme. El
jefe cerró la puerta de su despacho con llave. El jefe sabía que ya no vendrían
más trenes hasta que llegase el primero de la madrugada. Él estaría toda la
noche en vela.
Aquella noche fría de invierno la chica fue a alguna parte.
El tren pararía lejos. Muy lejos.
Probablemente con las primeras luces del
alba, el fulgor del amanecer pondría algo de claridad a muchas cosas.
Entonces…, pero ¡para entonces!
El tren del viento surcó los campos helados. Los árboles
eran fantasmas; las estrellas, luminarias lejanas; de vez en cuando brillaba,
por un reflejo extraño, el agua de los ríos. Cuando el tren del viento cruzaba
los puentes de hierro, un ruido metálico rompía la monotonía….
No se supo nunca en que estación se apeó la chica del tren
del viento. No se supo nunca la lucha que mantuvo consigo misma y dónde terminó
su huida. Son cosas que ocurren algunas veces, cuando llegan las noches frías
de invierno….