Llegaron como a eso de media mañana. Cielo azul y limpio;
nubes que pasaban de largo y no se paran; algo de frío porque el aire venía del
norte y dice el hombre del tiempo en la televisión que ha nevado y se han
puesto blancas algunas sierras lejanas.
No llegaron como los forasteros cuando en el oeste acudían
al poblado en medio de llanura y copaban la calle de lado a lado. No, porque ni son siete como en la película
de John Sturges ni tienen nombres ingleses. Son cinco, y de lo más normal:
Fulgencio, Antonio, Bartolomé, Sebastián, Rafael…
La letra la pone una amistad de más de cincuenta años; ¿la
música?, la música venía de la palabra de los que gozan, ¡y de qué manera con
el reencuentro! Porque hay cosas bonitas, hermosas de esas que llenan las horas
y hacen que vuele el tiempo.
Nos fuimos, primero, al campo. El capricho de las sombra en
El Hacho mostraban algo que podría ser el recuerdo de la esfinge de Gizeh. Eso
sí, sin pirámides al fondo. Los granados, casi desnudos por el otoño, dejan una
alfombra de hojas doradas por el suelo.
Luego, ‘estación’ de penitencia obligada en El Madrugón: choricillos
del infierno…; en el Azahar, Candelaria nos atiende con un surtido de pitufos especiales,
únicos. (Si no los ha probado, se lo digo, la tardanza es la mala); en Abilio
uno ya no sabe si está dentro o está pegando en la puerta de eso que llaman el ‘séptimo
cielo’.
Hablamos de lo divino y de lo que no es divino. De hombres y
nombres. De sueños. De cuando para traducir “De
senectute” había que hacer dos bandos de Horatios y Curatios. ¡Qué
palabrotas! Ahora, en estos tiempos, ya no se lleva eso.
El sol de la tarde se ha ido camino de otras tierras por el
Monte Redondo. Cae el relente, aparecen las primeras estrellas. Las luces en la
vega ponen luminarias a voleo. Son antorchas entre la tierra y el cielo. En el aire, flota
el halito de nostalgia que deja el ‘hasta luego’…
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