El día de Navidad comenzó a nevar como a eso del medio día.
El cielo se puso de un color bellísimo. Sereno, placentero. La naturaleza se
echó; todo estaba en calma. El campo en silencio, los árboles quietos – los
árboles siempre están quietos – pero aquella tarde no había ni una pizca de
brisa que moviese las ramas.
Él estaba acostumbrado a aquellas sensaciones. Cada mañana,
cuando salía de casa, el campo tenía una capa de escarcha blanca que, a medida
que entraba el día el sol derretía y lo ponía todo brillante. La bruma, o mejor
un vaho tenue se elevaba, lento, como con peso hacia las alturas.
Cuando regresaba de la ciudad, al caer la tarde, el campo ya
se preparaba para pasar la noche. Unos patos nadaban bajo el puente de madera
por el que salvaba el riachuelo, que en invierno tenía las orillas heladas
durante casi todo el día. Por entre la yerba picoteban unas cuantas avefrías.
Seguirá el tiempo duro, pensó para sus interiores.
En el cobertizo estaban las bestias. Desprendían un vaho
caliente y reconfortante. Él abría la puerta de la casa. Mecánicamente alargaba
la mano hasta el interruptor de la luz. No hacía falta mirar. Tenía controlados
todos los movimientos mecánicos.
Después dejaba la bolsa con el pan y algunas compras sobre
el poyo de la cocina. Tomaba las decisiones propias de quien está todo el día
fuera. Abría la nevera, comprobaba qué podría preparar para la cena y arrimaba
los troncos a la chimenea. Encendía el fuego.
Pero aquel día de Navidad todo era especial. Por la mañana
se vistió con ropa nueva. Se ronroneó en el sofá y, desde la televisión le
hablaron de las opiniones que había suscitado el discurso del Rey la noche
anterior y de cómo el Papa tocaba las conciencias de la gente.
Tomó del anaquel un libro: “De animales a dioses” de Yuval
Noah Harari. Leyó un rato. Pensó que alguien, no sabía dónde, le había dicho en
una ocasión: “A los hombres de mentira, le quedan grandes la mujeres de
verdad”. Nada fue cómo se cuenta en este relato pero pudo haberlo sido.
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