Se cumplen cien años del Platero de Juan Ramón. Aquel
Platero vivió en la mente del poeta y en las calles de Moguer; en los campos de
suaves colinas que sortea el río Tinto, el que viene desde las sierras de
jaras, lentiscos y romero. Platero era un borriquillo de marisma y de tierra
adentro.
Muchos aprendimos a leer con Platero. Era casi de la
familia. Iba y venía, todos los días con nosotros hasta la vieja escuela de la
Plaza Baja que todavía no se llamaba de la Despedía pero en la que sí
escuchábamos las campanas de la iglesia que recordaban las horas del Oficio
Divino.
El “Platero”, aquel que yo tuve de niño, tenía unas pastas
de cartón por fuera y mucha poesía por dentro. Silabeábamos al leer. Yo me
imaginaba al burrito delicioso que comía margaritas y amapolas. ¿Oteaban ya
aquellas amapolas el horizonte? Nunca lo
supe.
Platero era el burrito amado de un señor que tenía la cara
llena de tristeza, unos ojos grandes y negros, una nariz grande y casi afilada y una barba muy recortada. Aquel señor miraba
desde las fotos – las pocos fotos que conocíamos entonces – de una manera
extraña, enigmática, misteriosa.
Un día leímos que “Platero es tierno igual que un niño, que
una niña…” Los niños jugábamos ‘al pincho’ en la puerta de la Droguería de El
Pintor, o al trompo – que los había de puntas romas o afiladas –, a las bolas,
a los toreros… Las modas venían y se iban. Nadie conocía la mano que movía los hilos de aquellas modas.
Pero sí había una cosa muy importante. Por no sé qué extraña
percepción todos sabíamos que era “fuerte y seco por dentro, como de piedra…” y
que Platero era un amigo, muy amigo nuestro.
Siempre nos esperaba.
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