La chica
de los ojos de color de miel acercó su
coche hasta al borde del paseo que separa la carretera de la playa. Lo
estacionó. Miró por la ventanilla... El cristal de la ventanilla, por la
diferencia de temperatura, estaba un poco empañado. Le pasó la mano; intentó
limpiarlo.
Las gotas de agua de la lluvia resbalaban por
el cristal de la ventanilla; luego,
corrían veloces. Unas se daban la mano a
otras. Llovía suave, mansamente aquella
mañana. La chica de los ojos de color de miel suspiró, pensó, suspiró de
nuevo, y miró al frente. Frente estaba
el mar…
El mar era
un contraste de grises. Las nubes no estaban quietas en el cielo. Venían de no
se sabía dónde; iban a alguna parte. Había un contraste de luces que jugaban al
escondite y dejaban ruedos iluminados sobre la superficie del agua.
El mar
tenía el color del cielo. Casi no iba gente por el paseo marítimo aquella
mañana: un hombre con un perro que corría delante de él; una pareja a paso
rápido; dos mujeres…; un hombre con un cubo y una caña: eran sus arreos de
pescar.
La chica
de los ojos de color de miel los tenía enturbiados por la pena. ¿Pena? Ella no
sabía si lo que sentía por dentro era pena, resentimiento, rabia, tristeza… Podía
ser una de esas cosas o todas a la vez. Por el cristal de la ventanilla del
coche corrían las gotas de agua. Llovía aquella mañana.
La chica
de los ojos color de miel esbozaba una sonrisa desde sus labios. Hablaba con
ella misma. No lo entendía. Nada tenía sentido. Ella lo asumía todo: “Mi cuerpo conmigo, mi mente donde se tercie, y
mi corazón…”
Llovía,
llovía como suele hacerlo cuando del cielo baja eso que llamamos poesía. La chica de los ojos color de miel se cubría
la cabeza con un sombrero de fieltro beig -
¿o era de color dorado? - que escondía con su ala unos “ojos claros,
serenos”… Pero, eso era para otro día.
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