Ha vestido el otoño
el campo con colores ocres; los árboles, casi desnudos, exhiben sus ramas a los
vientos. Anuncian que pronto vendrá el invierno. La naturaleza parece que se
queda con el alma encogida como quien aguarda algo grande que está por venir.
Lo que sí ha llegado ya ha sido la violencia a la calle.
Cafres – da igual del equipo que sean – se han citado para pegarse en un Madrid
envuelto en las nieblas del amanecer. Era domingo, temprano y a orillas del río
Manzanares.
Madrid que sabe de despertares sobrecogedores no tenía en el
calendario de último domingo de
noviembre la muerte de un hombre que había venido desde “la punta verde de
España” a buscar gresca y..., luego, asistir a un partido de fútbol.
No se sabe, porque todo es confusión, si cuando dio con su
cuerpo en las aguas del río ya estaba muerto por la paliza. Da igual. La muerte
siempre viene mal y tiene un camino feo, muy feo.
Hoy todas las informaciones hablan de lo mismo. Demasiada
farfolla y literatura barata. No se hagan ilusiones si piensan que esto va a
tener remedio. No lo tiene. Los culpables, probablemente, no estén en la manada
de vándalos. Esos eran los ejecutores. Los responsables podrían estar
calentitos a esa hora entre sábanas acogedoras.
La televisión – que es la invitada, cada día, en nuestra
casa – muestra violencia y todo lo malo que puede encerrar en sí una sociedad
sin valores, carente de horizontes y con el norte perdido desde hace mucho,
muchísimo tiempo.
En medio de toda esta vorágine mi amiga Marilina colgó, hace
unos días, en este medio, sin que probablemente ella fuese consciente de la
valía de su aportación, una foto: unas margaritas crecen al borde del camino.
¿Por qué será que las cosas más sublimes
siempre son las más sencillas?
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