La calle aún tiene los charcos de la lluvia caída durante la
noche. Los primeros madrugadores esquivan el agua y hacen recortes para no
mojarse los pies. La gente entra en el bar. Empuja la puerta y busca un lugar
dónde ubicarse en el mostrador.
El bar está algo oscuro. Unas lámparas antiguas dan una iluminación
tenue, como difusa, como quien propicia el encanto del momento para alargarlo,
para hacerlo más íntimo, para acoger al viajero solitario que busca amparo.
En el fondo del mostrador una chica lee un papel que había estado
doblado en cuatro pliegues. La chicha es morena, tiene el pelo suelo y rizado
por arte de birlibirloque. Da la sensación que hace hora para acudir a una cita
concertada o que espera a alguien que no llega. Delante de ella, al poner la
leche en el café, el camarero le preguntó:
-
¿Caliente o fría?
-
Mitad y mitad
El hombre sirve la consumición mecánicamente, como quien
está acostumbrado al oficio y lo hace sin el más mínimo interés por lo que
hace. Sube el volumen de ruido. Casi todas las mesas están ocupadas.
Había amanecido un día precioso. El cielo azul, limpio; el
sol lucía espléndido; un poco de viento freso y revoltoso. Se anuncia una tarde especial para compartirla con un
amigo y enriquecerme con lo que mi amigo
me da siempre. Pero mi amigo está lejos. Bastante lejos en lo físico.
Desde el teclado del móvil se lo digo. Al poco tengo la
respuesta: “menos mal que solo en lo físico. Muchas gracias amigo por ese
concepto tuyo, a mi me ocurre lo mismo”. La gente eleva el volumen de ruidos.
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