Sopla, cuando cae esta tarde de diciembre, el viento helado
del norte. Viene del Campo Charro, cruza Béjar y por el Puerto va - antes pasa
por Baños de Montemayor - a Hervás. Por
el río Ambroz toma el camino de
Plasencia; por el de Honduras, al Jerte…
En Candelario una
mujer de ojos y pelo negro, como venida de mucho tiempo antes, me apuntaba con
su dedo: “¿Ve usted aquella cumbre, casi rozando el cielo…, es la Covatilla”.
El cielo era azul y limpio; el aire frío, muy frío. Por la calle corría un río
de agua clara con los bordes llenos de carámbanos…
El rumor del agua saltarina pone una nota de música
diferente en estos pueblos que en los meses de invierno parecen fantasmas. No
hay nadie en las calles. Por las chimeneas apuntan columnas de humo tenues,
diminutas. Dicen que allí dentro hay vida. Por fuera no lo parece.
Están las paredes llenas de musgo. Las resguardan con tejas
colocadas de manera invertida – ‘para que no se retenga el agua ni la nieve’-.
Las casas son de granito. Muros recios; balconadas con madera de castaño.
Piedra, madera y agua.
Las ‘batipuertas’
están cerradas. Pregunto. Me dicen que es para protegerse de la nieve. “Porque
antes nevaba mucho; más que ahora, ¿sabe?” Y, ¿el gancho de hierro? “para que
un hombre, sin ayuda, sacrificase una res”. Candelario tiene una industria
chacinera de renombre.
Candelario tiene muchas fuentes y una Casa Consistorial
soberbia. Es del XIX y si el refrán dice que ‘arreglado a la choza es el
guarda’ este pueblo canta que tuvo mucha riqueza desde siempre. Lo pregona,
también, el templo. Lo dedican a la Asunción de María.
Entre Candelario y Béjar crecen castaños, hayas y robles. El
tardío otoño ya los ha dejado sin hojas y como la tierra por estos parajes es
tan fría, también, están helados los helechos y hay peligro, por escarcha, en
la umbría de la carretera.
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