Se han vestido las acacias de otoño. El viento arrastra las
hojas; alfombran el suelo. Los árboles
de Madrid le dicen al viajero que por aquí ya se las anda el tiempo de otoño.
El abuelo llegó en el AVE del medio día. Al abuelo para
tener el parecido perfecto con Martínez Soria solo le faltó el gallo ‘lorigao’
asomando la cresta por el borde de la cesta de palma y que, además, se escapase
en cualquier cruce de semáforos. Pero, no.
El hombre del tiempo anunció que iban a caer no sé cuantos
litros de agua. Al abuelo – con su aquiescencia – le colocaron las botas que
lleva al campo ‘porque no se mojan los pies’; y un pantalón de pana ‘porque es
más recio’ y un jersey de lana que resguarda y el chaquetón rojo enguatado que
‘abriga y no deja que se cale…”
El tren dejó al abuelo, que iba equipado para llegar como
menos, un poco más allá de la Laponia, en la estación de Atocha. El abuelo, por
lo que hay que andar, diría que casi se apeó en el Cerro de los Ángeles… Y,
Madrid con las acacias vestidas de otoño.
El abuelo es un tanto raro. Verán. En un bolso preparó un
boliche de clementinas para sus nietos. Atarragó con la maleta y la carga. Tomó
la línea 1 del metro, y luego trasbordó a la 7, y después a la 5… (Por cierto,
circulaban los taxis, pero el abuelo usó el metro).
Llegó sudoroso a la casa. Dejó el bolso en el garaje… y los
nietos – siendo como son tan menuditas, porque no ha llovido en otoño, y por lo
de la agricultura ecológica que no usa nitrogenados, y por la cargazón del
árbol – sí se ha enterado que en el sótano de su casa había un bolo con
mandarinas.
Dice el periódico que
quien ostentaba, hasta ahora, la titularidad del Ministerio de Sanidad no se
enteraba de nada, de nada, de nada. El abuelo esboza una sonrisa. Sus nietos
apuntan maneras. Nunca llegarán a ese Ministerio. ¡Aleluya!
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