La mujer vive en una calle cualquiera del pueblo. Se levanta
temprano. Con las primeras luces del día ya trajina. No le basta con todo lo
que tiene que hacer dentro de la casa; abarca más. Prolonga la faena de la
puerta hacia afuera… Vamos, le falta espacio. Un gato rubio y blanco, que
vuelve de las cacerías nocturnas, en la acera de enfrente espera que su dueña
abra la puerta para colarse dentro.
La mujer primero da un barrido a la acera. El ayuntamiento
no la tiene en nómina pero es la operaria más diligente de cuántas podrían
fichar; luego, con un recogedor (el recogedor es de color celeste claro) se
encarga de no dejar ni rastro de la posible basura acumulada.
Con un trapo quita con cuido, minuciosamente, el polvillo de la calle que se ha posado, de ayer a hoy, - porque
la mujer limpia cada mañana - en la parte inferior de los hierros de la
ventana. La casa de la mujer tiene dos ventanas, con dos rejas, a ambos lados,
de la puerta.
Sobresale el escalón de mármol. Está un poco más elevado
sobre el ras de la calle. En medio de la fachada hay una puerta gruesa de madera, y en medio de la puerta, por encima del ojo
por donde entra la llave, un llamador; mejor, una mano de bronce dorado. Siempre
está reluciente.
La mujer introduce la fregona en el cubo, frota el suelo;
después, con movimientos mecánicos, acompasados, procuraba que el extremo de la fregona, un
amasijo de tiras sueltas y revueltas suelte el agua y el detergente. En el cubo
se forma una espuma fea, que se disuelve
al rato en la parte superficial.
Un día, como todos los días, pasé por la calle.
-
Buenos días.
La mujer respondió
mecánicamente, como siempre… Pero aquel día ocurrió algo distinto. La mujer
tenía ganas de hablar. Habló; me contó muchas cosas… y cuando terminó, me dijo:
-
Porque ¿sabe usted?, la gente pasa y no
saluda.., porque ¿sabe usted? - repetía
la muletilla - se han perdido las buenas costumbres…
-
Sí, señora, pero usted y yo las vamos a
conservar…
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