Se pone el sol. Los
montes lejanos, entre la bruma, cierran el horizonte por la otra parte de la
bahía. Se levantan las sombras. El cielo está encapotado. Un manto de nubes
oculta lo que dentro de un rato sería un cielo estrellado y limpio.
Los reflejos del sol reposan sobre la superficie del agua. Es
un espejo de oro. El mar está en calma. Un leve vaivén de las olas dice que
allí debajo hay vida. Mucha vida. Por un momento el mar aguarda. No sabemos qué
ni hasta cuándo. Es la quietud de un rato antes de que cambie la marea…
No hay gaviotas en vuelos circulares por el cielo, ni barcos
que cruzan por la lejanía que vienen de alguna parte y van hacia algún puerto
lejano. Ni olas espumosas, ni… “porque
no hay viento malo cuando lleva a buen puerto”.
Reverberan los reflejos del sol sobre el agua. Tienen el
encanto que da el ensueño y el recuerdo. Jorge Sepúlveda cantaba: “mirando al
mar / soñé que estabas junto a mí…” Pero de eso, ¡hace tanto tiempo…!
Todo es arte, embrujo
y poesía. Un poco más alejados, como al lado contrario por donde se va el sol, los
espigones de la tierra recortados en la penumbra se adentran en el mar. La
bahía es una dulzura balsámica y única. El sol no se ve pero se intuye por la
luz hundido en el horizonte. Se presiente que se acaba el día.
Una chica joven se apoya en una empalizada. Mira a la
lejanía; mira y ve el mar. La chica
tiene el pelo lacio y largo. Casi le reposa en los hombros; apoya la barbilla
en el revés de los nudillos de su mano.
Recorta su figura en un contraluz.
La chica abstraída está ajena a casi todo. Probablemente,
desconoce que “Philae se queda sin energía, pero logra enviar datos a los
científicos”, que “Los comercios de Málaga adelantan la Navidad a noviembre...”
o que “Putin se irá antes de la cumbre del G-20…”
Y, el mar ahí, desde siempre, como siempre…
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