El otoño llega a Álora cuando tiene que llegar. O sea,
cuando le da la gana. Este año porque lo ha creído oportuno lo ha hecho más
tarde. Ni ha llovido cuando tiene que llover, ni ha hecho frío cuando tiene que
venir, ni han llegado los ‘vareaores’ cuando
les corresponde por tiempo y hora.
Solo Antonio no ha faltado a la cita. Antonio Díaz, -
Antonio, ‘el Carnicero’ - está donde
tiene que estar. Dicen que no se concibe una fuente sin agua ni un campanario
sin campanas ni una taberna sin borrachos ni una primavera sin golondrinas ni
un otoño sin castañas. No. Tampoco se entiende mucho la Veracruz sin Antonio
con el puesto de castañas.
Antonio no ha sido nunca carnicero. El apodo le viene de
familia. Antonio ha sido siempre un trabajador de amanecer a madrugada. Nunca
le ha hecho asco ni al mal tiempo ni al trabajo, ni a nada que signifique sudar
el pan de cada día.
Un humillo tenue llenaba la calle. El hornillo, carbón
ardiendo, una olla de porcelana de las
de antes con el culo agujereado y un puñado de castañas. De vez en cuando un
espurreo de sal. Sabrosas, en su punto; ni crudas, ni pasadas. Cucuruchos de
papel. Y, sobre todo, la sonrisa de Antonio. Porque Antonio siempre tiene una
sonrisa amplia y generosa como corresponde a los hombres de bien.
En Álora no hay castañas. Nunca le he preguntado a Antonio
de dónde trae las castañas. No importa que sean de Pujerra o de Yunquera… ¡Qué
más da que se hayan criado con aires que acunan los pinsapos las noches de
nieve o con los que bajan por el Genal y se acurrucan en las laderas. Da lo
mismo. Hablaba Carlos Cano de la ‘Cena de las Monjas’. Lo mejor, la conclusión:
“… y las gracias de tus manos”.
Me paro con Antonio; hablo con él. Me ofrece su amistad. Se
lo agradezco. No hablamos ni de lo divino ni de lo humano. A veces hablamos del
tiempo y del tiempo que hace… “Pepe, más de sesenta años” y yo digo para mis
adentros y si pudiesen ser muchos más… ¿dónde hay que firmar?
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