El cielo de la tarde estaba azul, muy azul. El viento de
poniente levantaba pequeños pañuelos en forma de olas de nácar. Jugaban al
escondite entre ellos como los niños pequeños que idean travesuras cuando salen
al recreo.
La brisa salada traía perfume de sirenas, olor a algas y
esencia de brea… La brisa de la tarde hacía que el hombre moviese los pies al
ritmo endiablado del Sirtaki. El hombre estaba solo en la playa; danzaba con
los pies descalzos en la arena; el viento abombaba su camisa blanca.
¿Eran notas de un
rosario de espumas? ¿Era el fantasma que perseguía? ¿Eran los ojos negros que
intuía, que quería por suyos sabiendo que no lo serían nunca? No, no… Era otra
cosa. Era el murmullo que brota, ahogado, en el corazón y no lo escucha nadie
porque el corazón tiene razones que la razón no entiende.
Aquella música venía del chiringuito que servía refrescos a
los pocos que andaban por la playa cuando ya estaba muy avanzado el otoño. El
hombre sabía que era la mejor época para dejar que pasasen las horas en la
playa. Sin prisa, con olor a sal, con el mar, enfrente, todo para él.
Resonaban, traídos por el viento, los punteos de buzukis, mandolinas
y guitarras; el laúd ponía un contrapunto. Unas palmadas, a ritmo, marcaban el compás.
El hombre danzaba con la compañía de su propia sombra y sus recuerdos.
El hombre entornaba los ojos. Le venía, una y otra vez a la
cabeza: “a mí con quien me gusta compartir mis buenos momentos es con aquellos
que he compartido los malos”. Era ella. ¿Dónde estaría ella mientras sonaba
aquel Sirtaki? Escuchaba su voz; no la enmudecía el viento. Era un rumor, como
el rumor de las olas que llegaban al rebalaje.
El hombre sentía cómo otra música nacía de su interior. Era
otro sirtaki, el suyo, el que habían compartido en aquella noche de no sabía
cuánto tiempo… Por el horizonte lejano,
cruzaba, pequeñito, muy pequeñito un
barco.
SIRTAKI
SIRTAKI
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