viernes, 7 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Sirtaki

                                               

El cielo de la tarde estaba azul, muy azul. El viento de poniente levantaba pequeños pañuelos en forma de olas de nácar. Jugaban al escondite entre ellos como los niños pequeños que idean travesuras cuando salen al recreo.

La brisa salada traía perfume de sirenas, olor a algas y esencia de brea… La brisa de la tarde hacía que el hombre moviese los pies al ritmo endiablado del Sirtaki. El hombre estaba solo en la playa; danzaba con los pies descalzos en la arena; el viento abombaba su camisa blanca.

 ¿Eran notas de un rosario de espumas? ¿Era el fantasma que perseguía? ¿Eran los ojos negros que intuía, que quería por suyos sabiendo que no lo serían nunca? No, no… Era otra cosa. Era el murmullo que brota, ahogado, en el corazón y no lo escucha nadie porque el corazón tiene razones que la razón no entiende.

Aquella música venía del chiringuito que servía refrescos a los pocos que andaban por la playa cuando ya estaba muy avanzado el otoño. El hombre sabía que era la mejor época para dejar que pasasen las horas en la playa. Sin prisa, con olor a sal, con el mar, enfrente, todo para él.

Resonaban, traídos por el viento, los punteos de buzukis, mandolinas y guitarras; el laúd ponía un contrapunto. Unas palmadas, a ritmo, marcaban el compás. El hombre danzaba con la compañía de su propia sombra y sus recuerdos.

El hombre entornaba los ojos. Le venía, una y otra vez a la cabeza: “a mí con quien me gusta compartir mis buenos momentos es con aquellos que he compartido los malos”. Era ella. ¿Dónde estaría ella mientras sonaba aquel Sirtaki? Escuchaba su voz; no la enmudecía el viento. Era un rumor, como el rumor de las olas que llegaban al rebalaje.


El hombre sentía cómo otra música nacía de su interior. Era otro sirtaki, el suyo, el que habían compartido en aquella noche de no sabía cuánto tiempo… Por el horizonte  lejano, cruzaba, pequeñito, muy pequeñito  un barco.


SIRTAKI

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