La luz dorada de la tarde se me entra por la ventana; a la izquierda de
mi mesa. La ventana es pequeña y tiene forma de óvalo. El sol ahora en otoño se
va antes porque dicen los que saben que la tierra le da no sé qué inclinación
al eje y esas cosas.
Arrancó el día con nubes que descargaron algo de agua. Poca
agua, muy poca para la necesita el campo en estas fechas. Por los cristales
corrían la gotas raudas, como los pensamientos buenos que aparecen y cuando se
les quiere echar mano…¡ya no están!
A lo largo del día la luz cambia varias veces. La luz es
como la mujer: siempre es bella pero nunca tiene la misma cara. La luz dicen
que fue lo primero que hizo Dios. ¿Por qué sería?
En el azul del cielo veo recortada la silueta de El Hacho.
Inmensa, silente, siempre ahí como los montes míticos. Como el Gurugú a
Melilla, como el Tibidabo a Barcelona, como el Pan de Azúcar a Río. Solo que éste
es nuestro; mejor, mío Perdonadme la apropiación, es que como siempre lo tengo
enfrente…
En este rincón apartado estoy rodeado de amigos. Muchos
amigos. Llevan en los anaqueles no sé cuánto tiempo. Esperan. Los libros siempre
esperan como el arpa de Bécquer la mano que le arranque las notas. En este
caso, primero una caricia, luego… ¡ay, luego! Los libros son los que más saben
de ese… luego.
Un día un alumno subió hasta este refugio. Con la ingenuidad
de las almas limpias preguntó:
-
Maestro ¿todos éstos los has leído tú?
-
No
-
Ah, ya me parecía…
Hace un rato que se
fue la luz. Seguro que andará iluminado la mar grande y todas las tierras de
América. Pienso en otra luz. Es la luz del sol de media noche. Brilla como
nunca en el solsticio de verano y, luego, acurrucada espera que un amigo la
llame porque sabe que ella, solo ella, ilumina su noche.
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