Lisboa.
Septiembre, 4 jueves
Su
nombre ha saltado a las primeras páginas de los diarios. Abre telediarios. Un
accidente en el funicular ha provocado 17 muertos, por ahora, y la
consternación de muchas personas. ¿Qué ha podido pasar?
Lisboa
es una de las ciudades con más encanto, misterio y pellizco del mundo. He
estado varias veces. Unas como turista (dos) las otras como viajero. Estas sí estuvieron
llenas de contenido. Me empapé de Lisboa y ella entró en mí hasta el punto de
no haberla olvidado jamás.
Lisboa
de fados y el Tajo; Lisboa de navegantes y aventureros; Lisboa de sueños… Era
Lisboa en otoño. Subí hasta el Chiado,
allí, en el café A Brasileira saqué el Libro del Desasosiego (lo había comprado
en Évora). Pessoa estaba allí: “Considerar todas las cosas que nos suceden
como episodios de una novela a la que acudimos no con interés sino con la
propia vida [269]. Una lluvia mansa bañaba su estatua de bronce. Yo miraba
desde el ventanal. Iba del libro al infinito. Gente, en la calle. Iban y venían.
La noche tibia con brisas que subían del mar se echaba encima.
“Voluntariamente abandoné mi / trono de
ensueños y cansancios” Seguía de la mano de Pessoa. Tome otro café. Entonces, en
Portugal, el café sabía a café de las colonias. Era amargo, más amargo, que el
café que tomábamos en España.
Al día
siguiente subí por la Rúa Augusta y me perdí por aquellas calles estrechas y
empinadas. No iba a ninguna parte y a todos sitios. Había ropa tendida, de
balcón a balcón. Jugaban unos niños en la calle… Las paredes chorreaban
humedad; verdín casi a ras del suelo. Todo era lóbrego; no entraba el sol.
En las
esquinas se agarraba el misterio y el desgarro del fado. “Palabras de amor, de esperanza, / de inmenso amor, de esperanza loca…”
Subía el funicular. De los raíles salía un ruido metálico. Por la noche, la luz
ámbar aumentaba el encanto… “Palavras de
amor…” Era el fado.
Al día
siguiente, la Torre de Belén, el monumento a don Enrique, ‘el Navegante’ y,
luego, a los Jerónimos… Volví en tren. Un par de horas, sentado, en la plaza
del Marqués de Pombal. Me asombraba cómo en una República había tantos
vestigios de la Monarquía.
El
puente - porque todavía no había llegado la Democracia - llevaba el nombre por
el Dictador: Ponte Salazar. El Tejo era un mar debajo de aquella obra
inmensa y sobrecogedora de ingeniería moderna. El Atlántico - entonces, y ahora
- el camino que llevaba a América.
Yo era joven.
Tan joven, que ni vislumbraba todo lo que la vida me tendía por delante…
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