LA MIRADA DE UN HOMBRE DE DIOS
Septiembre, 24, miércoles.
Todo comenzó a media mañana.
Hacía fresco de otoño. Un puñado de nubes transitaban por el cielo que un rato
antes estaba azul; ahora, no. Hago una llamada, No obtengo respuesta. Vuelvo a
insistir. Tampoco. Al rato me la devuelve. Me dice que venía conduciendo...
Después de comer me pongo en
camino. La carretera, conocida. Infame, como siempre. Tiene mejorado el asfalto;
han colocado vallas protectoras en los bordes. Eso da aún más sensación de
estrechez. En sentido contrario me cruzo con un puñado de coches.
Llego a la ciudad. Está donde
siempre. Me da la impresión que más bella aún. ¡Mira que lo tienen difícil
mejorarla! No sé qué hacen. Lo consiguen. Noto más coches aparcados en las
calles. Esto de los vehículos en las ciudades es un problema. Han cambiado el
sentido de la circulación. Rodeo. Voy vueltas como si girase sobre mí mismo
para venir a salir al sitio de siempre, pero con un poco de más pérdida de
tiempo.
Llego. Aparco junto a la puerta
bajo un olivo. Está ahíto de aceitunas. Son de la variedad ‘hojiblanca’.
Encuentro un hueco mínimo de sombra bajo su copa. Pulso el timbre y lo veo
venir. No hace falta insistir para que abran desde la portería. Nos abrazamos. Está,
a primera vista, fenomenal. Le digo, que tienen unos rosales mejores que los
míos…
Tras los saludos nos hemos
sentado en una mesa bajo el porche. Descafeinado de máquina. Convida él. Le
digo que tenía ganas de echar un rato y empezamos a tirar de la hebra. Hemos
hablado sin bulla. Son esas conversaciones que uno necesita abrirse al amigo
que sabe que lo entiende. Me transmite paz, sosiego, comprensión. Esa riqueza
interior que como el agua del manantial sale sola, se esparce…
Hablamos, también, de Homero
Macauley, de su hermano Ulises y de Marcos que estaba en la guerra. Rememoramos
a Ulises. Con un palito obligaba a salir a las hormigas del hormiguero y cuando
aquella tarde pasó el tren y el maquinista no le correspondió al saludo. Los
viajeros, tampoco. Entonces ocurrió algo distinto. Un negro que viajaba en el
último vagón, sí. Con el brazo balanceado al aire le gritaba: “Vuelvo a casa,
chico, vuelvo a casa…” Ulises le devolvía el saludo; el tren se alejaba,
empequeñecido, en la distancia.
Y entonces, en un momento, sin
saber por qué he visto en él, detrás de una semisonrisa, la mirada de serena de
un hombre de Dios. He sentido paz interior, he percibido algo que trae mucho
consigo. Uno de esos momentos que uno se encuentra… Al regreso, durante el
trayecto he pensado en esa mirada, y ahora, cuando hilvano estas líneas,
también.
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