Mayo, 27 martes.
Dicen que fueron los fenicios.
A los fenicios le echamos muchas culpas de muchas cosas. Puede ser. Es verdad
que venían de la otra punta del mar. Vamos de ese lugar donde el mar – el Mare
Nostrum, para algunos que también tuvieron que ver – ese mar les digo que
se acaba.
Allí, la tierra como que cierra
las puertas. ¿Se acuerdan? El coro infantil cantaba: “por aquí no pasa nadie
/ ni tu padre ni tu madre”, y entonces, el mar llega besa la tierra que ya
es otro continente y busca salida. No la encuentra. La acaricia, la mima, la
ve, la contempla…
En una de sus orillas, un poco
más al interior, en valles cerrados por montañas donde crecen los abetos y los
cedros, vivían unos hombres inquietos. Decidieron explorar el mar. Llegaron
hasta la otra punta, donde se hace grande, más grande… Tan grande que parecía
que se acababa el mundo que ellos conocían…
Entonces, ellos, los fenicios –
porque Fenicia se llamaba su tierra y sus ciudades, Tiro y Sidón… - navegaron con barcos movidos por el viento
que soplaba las velas y cuando no, a remos. Fundaron ciudades. Enseñaron a
cultivar el olivo, la vid, a usar monedas, una cosa que llamaban alfabeto, o
sea una conjunción de letras que decían lo que los hombres habían hablado y se
contaban cosas… y a comprar y a vender. Traían telas preciosas, más delicadas y
sutiles que las pieles que tenían los que vivían por aquí… Nosotros, bueno,
aquellos antepasados nuestros, metales y cosas de valor…
En una ensenada donde atracaban
con facilidad las traíñas que era como les llamaban a sus barcos, fundaron una
ciudad., Le pusieron por nombre Malaka. Andando el tiempo desplazaron un
poco su asentamiento y se vinieron junto a un río que casi nunca trae agua y
cerca de otro, que ese sí. Ese sí lleva agua siempre.
La ciudad de hizo grande.
Creció. Vinieron otros pueblos, se asentaron. Dejaron sus huellas. Nosotros le
llamamos monumentos y según de que tiempo los llamamos de una u otra manera y
así decimos que tenemos ruinas romanas, árabes, cristianas… Y nos asombramos
con su teatro donde la gente se divertía, con su alcazaba donde residían los
que mandaban o su catedral que poco a poco se va haciendo – por cierto, todavía
no la hemos terminado – y allí rezamos a Dios, al Dios de todos, aunque le
llamemos con nombres diferentes…, mientras la ciudad sigue siendo la ciudad de
siempre.
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