Horror. Las imágenes son
tremendas. Las ofrecía el telediario del medio día. Me refiero al
atentado de París. Me refiero a rematar al hombre de la acera; me refiero a
silenciar la libertad. La sinrazón, el miedo, el nudo en la garganta, el qué sé
yo.
En occidente se han perdido los papeles. Las cosas, algunas
cosas, se hacen mal, muy mal. Occidente permite que miles de niños, cada día,
anden muchos kilómetros: buscan agua… para beber. Aquí con el mismo
líquido se riegan jardines o se llenan bañeras con escamas de perfumes.
Occidente no tiene escrúpulos ante el enriquecimiento de las
industrias químicas que negocian con algo que no tiene precio: la vida. Permite
que se forren quienes pueden disminuir
el dolor de la enfermedad y que, por deseo de ganara más, miles de personas no puedan pagar esos medicamentos.
El Papa Francisco clamaba por otros que, también, sufren. Cristianos
perseguidos por el ‘delito’ de su creencia en un país de arenas calientes,
mucho petróleo en el subsuelo y muy mala leche en el fanatismo que imponen.
Francisco denunció la pasividad ante los miles de fugitivos
que huyen del hambre. La prensa habla de no se sabe ya cuántos miles de
personas están el fondo de un cementerio azul, sin cruces, sin ningún símbolo que diga
que están ahí, bajo el agua, sin poesía ni flores, porque el egoísmo de muchos cerró las puertas.
Los países que se autoproclaman libres y demócratas y unas
pocas cosas más tienen miedo. Mucho miedo. No aciertan a responder a los
extremismos que, como los espárragos después de una lluvia de otoño, nacen del fanatismo. Están
desorientados. Contra la injusticia y la miseria, ese es otro cantar, nunca hay que bajar la guardia.
Hay otra cosa que da más pena. Parece imposible; no lo es. Lo leo y le doy crédito. Hay
quien justifica cosas así. ¿Se ha perdido por completo el sentido de ser
persona? O sea, ¿eso que diferencia al simio que va erguido sobre dos piernas y,
que alguna que otra vez, ‘piensa’?
La cuesta no ha hecho
más que empezar. Queda cuesta; Mucha, demasiada cuesta.
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