lunes, 12 de enero de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Pescador

                                                      

El viejo pescador subía cada tarde la cuesta camino de su choza. Abajo, seguía el mar con sus peces grandes y chicos. Los barcos varados en la orilla esperaban un nuevo día de pesca y él solo y abatido llegaba hasta el bohío para soñar con los equipos de rugby, con leones marinos, con que su soledad estaba compartida.

Soñaba  que algún día atraparía al gran pez de su vida. El sueño era quien realmente lo derrotaba. Arriba, muy en lo alto, las estrellas dejaban puntos luminosos en el océano. Probablemente una mujer vestida de blanco, que como él también estaba sola, paseaba cada atardecer por las arenas de la playa y se sentaba y miraba al mar. La brisa acariciaba su pelo y sus ojos mirarían a la lejanía.

El viejo pescador había hecho la pesca de su vida. Veía aquella noche, desde alta mar,  las luces de La Habana. Eran un resplandor en la lejanía, era el sueño que nunca se alcanzaba. El puñetero pez grande lo arrastraba a la deriva y él le soltaba sedal y anhelaba que hubiese estado allí, aquel día, el muchacho…

Hemingway se retrató. Nos retrató a todos. Todos somos ese viejo pescador que un día la fortuna puso un no sé que se sabe a modo de pez en el camino. Y eso, precisamente eso, no nos llevó a la felicidad porque vinieron los tiburones y acabaron con lo que siempre habíamos soñado.

El viejo pescador sabía de brisas saladas, de vientos que se levantan casi siempre a la misma hora. Sabía de nubes negras que traen dentro truenos y relámpagos y aguaceros y olas que hacen que los botes se muevan y dentro surja algo que se llama miedo.


No estaba allí el muchacho. Casi nunca está allí ese muchacho que tendría que estar. Unas veces porque su padre decidió que ya no acompañase más al viejo pescador que estaba medio ‘sonao’; otras, porque la vida tiene cosas así…  

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