El viejo pescador subía cada tarde la cuesta camino de su
choza. Abajo, seguía el mar con sus peces grandes y chicos. Los barcos varados
en la orilla esperaban un nuevo día de pesca y él solo y abatido llegaba hasta
el bohío para soñar con los equipos de rugby, con leones marinos, con que su
soledad estaba compartida.
Soñaba que algún día
atraparía al gran pez de su vida. El sueño era quien realmente lo derrotaba.
Arriba, muy en lo alto, las estrellas dejaban puntos luminosos en el océano.
Probablemente una mujer vestida de blanco, que como él también estaba sola,
paseaba cada atardecer por las arenas de la playa y se sentaba y miraba al mar.
La brisa acariciaba su pelo y sus ojos mirarían a la lejanía.
El viejo pescador había hecho la pesca de su vida. Veía
aquella noche, desde alta mar, las luces
de La Habana. Eran un resplandor en la lejanía, era el sueño que nunca se
alcanzaba. El puñetero pez grande lo arrastraba a la deriva y él le soltaba
sedal y anhelaba que hubiese estado allí, aquel día, el muchacho…
Hemingway se retrató. Nos retrató a todos. Todos somos ese
viejo pescador que un día la fortuna puso un no sé que se sabe a modo de pez en
el camino. Y eso, precisamente eso, no nos llevó a la felicidad porque vinieron
los tiburones y acabaron con lo que siempre habíamos soñado.
El viejo pescador sabía de brisas saladas, de vientos que se
levantan casi siempre a la misma hora. Sabía de nubes negras que traen dentro
truenos y relámpagos y aguaceros y olas que hacen que los botes se muevan y
dentro surja algo que se llama miedo.
No estaba allí el muchacho. Casi nunca está allí ese
muchacho que tendría que estar. Unas veces porque su padre decidió que ya no
acompañase más al viejo pescador que estaba medio ‘sonao’; otras, porque la
vida tiene cosas así…
No hay comentarios:
Publicar un comentario