El sol del medio día apenas alargaba las sombras sobre el
asfalto de la calle. La gente paseaba. Todo era bullicio; la gente iba y venía.
Todo tenía la dulzura placentera de un domingo de invierno. Gustaba la calle
soleada; hacía frío en las sombras. Era de esos momentos únicos, que nos gustaría
alargarlos.
En la esquina de la catedral, - la que está resguardada de las brisas que vienen el mar -, una chica
joven tocaba el violín. Era un desgranar de notas dulces, nostálgicas; estaban llenas de sueños. Es ese hálito mágico que de
vez en cuando se abre paso entre el ruido de la ciudades.
La chica estaba sola. Tenía el pelo largo y lacio y un
vestido con caída libre hasta los pies.
Las puntas de sus cabellos sobrepasaban un palmo de los hombros. Calzaba zapatos
negros. La chica tenía una cintura
esbelta como un junco de ribera y todo el ritmo del universo en su cuerpo.
Entornaba los ojos y con los labios silenciosos y, a modo de
muecas, hacía otra lectura de las notas que arrancaba. El violín reposaba sobre
su hombro izquierdo… Me he parado frente a ella. No he dicho que la chica que
es joven no es ni rubia ni morena. ¿De qué color son los cabellos de esta chica
que parece que viene de un país del norte?
Inclinaba, suavemente, la cabeza; acompasaba los movimientos
de su brazo derecho que subía y bajaba con el arco. Hacía tenues vaivenes con la cabeza. La chica
arrancaba a las cuatro cuerdas todo lo que el violín llevaba dentro.
Todo era agudeza. Al llegar a las notas más agudas, al
‘cantino’, se detenía el tiempo. Comenzaba
una cascada… y, entonces, era el momento de entornar los ojos y pensar: “ne me quitte pas”… Edif Piaf, Jacques Brel, Juliette Greco… “Ne me quitte pas”. Solo eran suspiros
escapados por las calles del viento.
La chica del violín tocaba. La gente pasaba indiferente. El
estuche abierto a sus pies era el lugar para recoger algunas monedas… ¡Cómo si
tanta belleza se comprase con dinero! Maldito dinero, tan necesario pero tan
puñetero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario