Dice el hombre del tiempo que por esos mundos de Dios, pero
de aquí, de un poco más arriba conforme se mira el mapa, la gente está muerta
de frío. O sea que aunque el anticiclón muestre el cielo azul y limpio el aire
viene que afeita en seco.
Ya han florecido los almendros. Son un grito en los más
crudo del invierno. Un aldabonazo, una llamada; la proclamación, a los cuatro
vientos, que la vida sigue. Los he visto
en el camino que baja a la Fuente de la Zorra y en las laderas de los
Cerrajones y en el Llano del Jaral, en Canca y en las costeras de los Lagares…
Son flores blancas, rosáceas, según la variedad. Son flores
únicas. Es la flor más temprana. Anuncia que vendrá el buen tiempo, que si
rebrotan en ramas que parecen secas no es más que un reflejo de la vida que
llevan dentro.
Son la Gracia de Dios en las mañanas soleadas; otra forma de
nieve natural que no baja del cielo; brota de ese movimiento de savia cuando
llega su tiempo y luego, será fruto aterciopelado y, cuando esté en rigor las
calores del verano… Se dan con generosidad; todo es belleza; todo es encanto.
Esta mañana estaba precioso el campo. Ya apuntan los
chamarines y los carbonerillos que no dicen si es porque anuncien agua o porque
hará viento. No. Es la vida del campo. Los trigos han roto la corteza de los
terrones; florecen los gamones en las cunetas de las carreteras.
Los almendros en flor han tomado por suyo el paisaje. Hace
unos días se vistieron de blanco las cumbres; ahora parece que quienes van a
hacer la Primera Comunión son los almendros; tienen un misal de nácar y un
rosario de cuentas diminutas de pétalos. Están salpicados. Florecen y florecen:
aquí, allí, allí enfrente…
Me refugio, otra vez
en San Juan de la Cruz: “mil gracias derramando, / paso por estos sotos con
presura, / y yéndoos mirando, / con sola su figura / vestidos los dejó de su hermosura”. Amén.
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