La chica de aquel verano llegaba cada tarde a la playa. Era
a esa hora en la que el sol ya no quema y han pasado las horas achicharradas de
la siesta. Se sentaba frente al mar. La chica llevaba un vestido blanco.
Extendía la tolla. Se desprendía de la ropa de calle. Sacaba de una cesta de
palma unas gafas de sol. Se daba una loción de crema protectora… La chica se
ponía un sombrero en la cabeza.
La chica de aquel verano se sentaba cada tarde junto a la
playa, en la orilla. La brisa acariciaba su pelo. Jugaba con él como solo lo
hacen las brisas caprichosas que se levantan de la mar las tardes de verano.
Lejos de la playa hacía calor. Allí no se sentía.
Cuando el sol se hundía lento, parsimonioso, sin prisas en
el océano regresaban las barcas. Las barcas venían de la pesca de bajura. Las
barcas buscaban el amparo del puerto. La chica las veía aparecer en el
horizonte; luego, frente a ella, y después enseñaban la popa… Un enjambre de
gaviotas revoloteaba sobre las barcas.
Las barcas a su paso dejaban una estela de espuma blanca
sobre el agua. El motor con su ruido monocorde rompía el graznido de las
gaviotas. La chica, unas veces, se tumbaba y dejaba que el sol acariciase su
cuerpo; otras, se incorporaba. Sentada, entrelazaba los dedos de sus manos por
delante de las rodillas. La chica encorvaba su espalda. La chicha miraba al
horizonte.
El sol era una esfera enorme que se achicaba por momentos.
Primero intensa, dorada, de fuego. Luego perdía intensidad. Se hundía. El cielo
se ponía de color anaranjado, violeta, azulado. Unas nubes tenues cubrían el
horizonte por dónde el sol se había ido camino de América.
Y, entonces, la chica de aquel verano se levantaba despacio,
sin prisa, como quien piensa que volverá al día siguiente. Recogía la toalla. A modo de felpa se colocaba un
pañuelo de colores anudado en la cabeza. Los tubos de crema reposaban en
el fondo de la cesta de palma. Se ponía el vestido blanco y se echaba a andar
por la arena de la playa que ya no estaba tan ardiente como cuando ella llegó…
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