Esperaba la chica la canción de amor de aquella tarde. Las estrellas eran puntos
luminosos lejanos, distantes. Un banco en una calle cualquiera, de una ciudad
cualquiera, de una noche cualquiera…. Y una mujer excepcional. Esperaba con la
inquietud de esos primeros minutos de quien sabe que llegó primero.
Debería venir él. Dentro de poco debería venir, como cada
tarde, como siempre. Si encontró aparcamiento, a pie por la acera; si no,
tocaría el claxon desde el borde del asfalto. Una sonrisa y el olor a brea y a
salina; el olor a mar.
Bajaría la ventanilla y abriría la portezuela derecha con
una leve inclinación del cuerpo para llegar hasta la manilla. Sonaba la música
- ¿por qué siempre llevaba a Édith Piaf - en la radio del coche. “Ojos que hacen bajar los nuestros / una
risa que se pierde sobre su boca…”
Pasaban, en la oscuridad, otros vehículos. Luces, ruidos de
motores: la vida en la calle cuando concluye la jornada. La chica soñaba con
unos brazos cálidos y una voz…”veo la
vida en rosa / me dice palabras de amor / palabras…”
La chica había pasado por la peluquería. Los rizos del pelo
– solo hasta tocar suavemente sobre los hombros - eran tirabuzones. Tenían el
misterio, el embrujo del canto de los pájaros cuando anuncian que se acaba el
día. Tenían el atractivo que decían de las divinidades asomadas a las barandas
del Olimpo. Siempre inalcanzables.
Venía un rumor sordo, cercano, amigo… Eran las olas de la
mar. Venían, besaban el rebalaje y luego… y así una y otra vez. La chica sentía
el mar próximo porque la chica siempre veía y hablaba con el mar desde su
ventana. Esa noche la chica se había sentado en un banco de la calle de
espaldas al mar.
Encendió un cigarrillo. Extendió la mano, dejó que la brisa
llevase a su antojo el humo y respiró. La chica no estaba inquieta. Esperaba.
Aguardaba por si por un casual no llegaba a la cita y entonces debería sonar el
teléfono. Pasó un rato largo. Sentía el pálpito de su corazón. Consumió el
cigarrillo, encendió otro y otro y…
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