El viajero llegó a donde el tío Cirilo en Las Mestas
hurdanas cuando el sol ya había pasado el cenit de un medio día de verano. Fresco para
aquellas tierras, verde en los pastos de las laderas y pelado en la crestas de
la Sierra de Francia.
El tío Cirilo vendía polen de flores libado por las abejas
de las Batuecas o de Las Hurdes que nunca se sabe hacia dónde vuelan las abejas
o si simplemente se dejan que las lleve el viento. Pero eso sí siempre vuelven
a la misma colmena.
Cantaba un gallo detrás de una tapia; se espulgaban dos
perros. Compró miel, caramelos y “ciripolen”; pidió una cerveza y tasajo.
Es buena también la cecina y el queso agrio de cabras que pastan por estas
sierras. Son animales duros. Se adaptan al terreno.
El viajero aprovechó el buen tiempo del verano y fue a donde
no va casi nadie y, cuando lo tuvo a bien se paró al borde del camino, respiró
hondo y pensó en sus cosas. El viajero es un hombre raro según se mire por
parte de quien. Pero lo tiene claro y le gusta andar a su aire.
Estuvo por la mañana en el corazón de las Hurdes. En La
Fragosa preguntó – porque es muy preguntón - y obtuvo una respuesta que le
espetó un hombre que con el cabestro sobre el hombre era seguido por un mulo
cano cargado de leña: “aquí los caminos lo hacemos para nosotros y para las
bestias”.
En la puerta del Santo Desierto de San José el viajero
comprendió la vida de los hombres ermitaños que un día decidieron probar eso
que llaman otra vida. O sea, la vida contemplativa; la de la clausura de los conventos cerrados a
cal y canto.
A media tarde en la sierra cantaba el cuco. El río – el río
Batuecas – seguía su curso. El río lleva el agua clara, limpia. En las orillas
crecen sauces y alisos. El viajero sabía que estaba en una tierra donde dicen que cuando Cristo dio las tres voces, no
lo oyó nadie, porque no había nadie. Estaba gusto, muy a gusto pero había que
seguir camino…
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