Plaza de San Benito. Salamanca
Noviembre,
19 miércoles
(Me han llamado hace un rato. Me dan malas noticias de mi amigo. Esta noche, en su recuerdo, cuelgo un artículo de entonces…)
Mi
amigo y yo llegamos a Salamanca una tarde ventosa y fría. De la estación nos
fuimos, seguidos, a un hostal viejo de la Plaza de San Benito, cerca del
convento de la Dueñas y no lejos de la Catedral. Mi amigo conocía el hostal
porque se había hospedado allí cuando iba a examinarse al Instituto en los años
en que su padre trabaja en la construcción de la presa de Almendra.
La
pensión ocupaba el segundo piso de un edificio viejo. La fachada era de piedra
que tomaba el color dorado cuando el sol de la tarde declinaba por el campo
charro camino de Portugal. El edificio
tenía una puerta fortísima de castaño y muy antigua. Se ascendía por una
escalera de mármol muy desgastado. La orillaba un pasamano con hierros
verticales pintados de negro. Era un lugar barato para alojar a estudiantes de
paso, a gente con pocos posibles y a algunos que llegaban al final de puerto
casi con lo puesto.
Desde
el punto de vista de la comodidad aquello solo era apropiado para muy poca
gente. Entre ellas estábamos nosotros, dos aventureros con un kilométrico de
tren, poco dinero y muchas ganas de andar los caminos. Salamanca estaba en el
programa porque mi amigo tenía concertada una visita con un profesor de la
Universidad al que conocía desde hacía mucho tiempo y que tenía interés en
presentármelo.
Del
techo de salón de la pensión pendía una lámpara vieja con muchos cristalitos,
engarzados en una cadena y donde se había depositado el polvo desde no se sabía
cuándo que era el tiempo que había pasado sin que nadie hubiese tenido el
atrevimiento de pasarle una simple bayeta humedecida. En Portugal – lo supe
muchos años después – a ese tipo de lámparas las llaman candeleiros o
algo parecido.
Después
de cenar – la sopa estaba hirviendo; me acordé del Buscón don Pablo de Quevedo
– salimos a dar ‘una vuelta’. Mi amigo me llevó por calles bellísimas. Por
cierto, ahora, después de haber pasado tanto tiempo la recuerdo como una de
ciudades más bellamente iluminadas que he visto. Salamanca siempre es “arte,
saber y toros” y de noche, además, embrujo.
A la
mañana siguiente fuimos a ver al profesor. Nos acogió con una amabilidad
proverbial. Hablamos de muchas cosas. Realmente, él fue quien más hablaba.
Cuando nos despedimos me dijo algo que no he olvidado y que he recordado muchas
veces: “Cuando se tiene miedo a perder algo, se pierde”. Yo, entonces. no sabía
eso de la Ley de Murphy….
Un
tren, un kilométrico en el bolsillo, poco más de veinte años, una mochila a la
espalda y sueños, muchos sueños…
Estación de Salamanca.
Finales de los años 60 del siglo XX
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