Acompaño a David al Valle de
Abdalajís. Pueblo blanco, impoluto. Al pie de la sierra, a orillas del arroyo
de las Piedras - ¡qué nombre más bien puesto! - y frente al arroyo del Búho, el que vine desde los Prados de Eslava a sol
poniente de El Torcal.
Hemos ido a comer una olla de
tagardinas. En otros sitios las llaman tagarninas y taganninas. De las tres
maneras. Es lo mismo. Silvestre, crece
en los secanos, generalmente en tierras recias. Su desarrollo, al principio, rastrero;
luego, se hace más aérea y se cubre de espinas.
Cuando está tierna se monda con
los dedos para quitarle los brotes espinosos. Su troncho se cuece, a modo de
berza, en una olla con garbanzos y
enriquecida con productos del cerdo: tocino, carne, morcilla y chorizo. Es un
plato fuerte. Propio de invierno. En los meses mayores y, sobre todo, en verano
por su alto poder en calorías hace sudar.
Antes de llegar, frente a los
lavaderos, un pastor esperaba que abrevasen las ovejas. Me dice que el campo
está hermoso. Le digo que sí. Luego, me habla de la altura - ‘con estas aguas, porque casi todas las
tardes, llueve ¿sabe usted?’ para reafirmarse – que coge la yerba. Me anuncia
que el verano, cuando todo se seque, puede ser de miedo, ‘por los incendios
¿sabe usted?’ Le vuelvo a decir que sí.
El hombre tiene ganas de
hablar. Me pregunta si voy a Antequera. Le digo que no, que no voy a Antequera,
que vengo al Valle a comer una olla de tagardinas. ‘Viene al mejor sitio ¿sabe
usted?’ Le digo que sí, que lo sé, pero
que mi amigo no conoce las tagardinas,
no las ha comido nunca y por eso lo traigo…
‘Ah, ¿que este hombre no es de
aquí?’. Le digo que no, que no es de aquí y que por eso lo traigo. ‘Y usted
tampoco es de aquí, porque su cara no me suena. ¿De dónde remanece usted?’ De
ahí, de Álora… ‘Y ¿ su amigo, si no es
mucho preguntar, ¿de dónde es?’ De
lejos, de muy lejos. ¿Usted ha escuchado hablar de Barcelona? ‘Claro, hombre,
me dice’. Pues de allí… ‘Y ¿ qué hace por aquí, si puede saberse?’ Pues ya ve,
que la gente lo anda tó… ‘Ah, claro,
claro…’
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