Esta
tarde he descubierto un nido de mirlos en un manzano, en la gallinera. Estaba
casi en la mediación de una rama. Ha sido de pura casualidad. Paseaba y al
levantar la cabeza he visto a la pajarita echada. El nido es pequeño, tierno,
minúsculo.
Discretamente
lo he mirado desde la media distancia, sin querer acercarme para no espantarla
y evitar que lo aburra. De niño era un deporte buscar nidos entre las ramas de
los naranjos, en los vallados del camino, o en la alameda del río, en los
álamos negros del arroyo, en los álamos blancos, ‘árboles de plata, por su
envés blanquecino y su verde peculiar’ como los ve una amiga mía.
Cuando
el verano se abría paso, era el momento de buscar, los de tórtola. Eran nidos
mal hechos. Como a despropósito. Cuatro palitroques cruzados en los encuentros
de algún almendro, o de un olivo. Casi todos los veranos procuraba criar una
pareja de pichones, pero al final, cuando llegaba la hora de la emigración,
indefectiblemente se moría uno de los dos, y a mí me invadía un no sé qué que
me empujaba a abrir la jaula al que quedaba y del que nunca más sabría.
Según
los que sabían de estas cosas esos animales, al haber sido criados en
cautividad eran pasto de los gatos, de
algún depredar mayor o de propios
los cazadores por los que sentía una honda incomprensión (y del que todavía no
me he liberado) y ahora, de mayor contra mí mismo por aquella manera de
proceder.
Con la
caída de la tarde retornan las palomas. Han pasado el día por la campiña.
Buscan los trigos espigados. Dentro de poco las gavillas dejarán un reguero de
grano y se lo pondrán más fácil. Solo les falta que pasen algunas hojas del
calendario… Ahora que, todavía, las noches no son muy cálidas el palomar les da
protección.
Me ha anochecido en el campo.
Huele a azahar. Embriaga. El campo está ahíto de olores. He tratado las parras
contra el oidium. La cosecha de uvas, para este año, apunta ya en los
sarmientos entre hojas frondosas, exuberantes.
Las lluvias de esta primavera no le favorecen. Humedad y sol es un caldo
propicio para que los hongos se las anden a sus anchas. Ya no canta el cuco; el
lubricán deja paso a un espolvoreo de estrellas. Por el firmamento la mano de
Él.
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