Vengo de las tierras medias, a
donde no llegan las brisas que suben de la mar, las tardes de estío. Vengo de
una tierra, donde se paran a tomar
respiro los aires del norte en los meses duros del invierno. Vengo de una tierra
perfumada de azahares en abril, y olor a
rastrojo -pinceladas de otro color - en verano…
Vengo de una tierra donde un
río, el Guadalhorce, la surca desde la caliza de la sierra a las llanuras de
aluvión entre meandros de fertilidad, en un caracoleo imposible y lento, de
andar cansino como quien se va pero no quiere irse camino de la mar que está
casi al alcance de la mano.
Vengo de una tierra donde las
huertas frondosas están en la media distancia. Ni lejos ni cerca. En su sitio.
Vergeles ahítos de verdor con frutos ebúrneos y sensuales asomados como quien
juega al escondite, entre las hojas a la espera de la mano que les de alcance.
Mi infancia, un paisaje de
pueblo. Cal blanca en sus paredes y cielo azul con palomas que hacían círculos
en sus vuelos cuando bajaban a beber en las pocas fuentes que entonces había en
los rincones de la calle. Los amaneceres olían a pan caliente, a caldeo con
retamas, romeros y aulagas…
En la juventud, atardeceres
violetas malvas, rojos, rosáceos, anaranjados, amarillos…. ¿Esperaba en mundo
nuevo? Tiempo que no se veía así mismo. Sueños, muchos sueños.
Quedan enfrente los Lagares, tierras
“que para pan no son”. Almendros en el
sitio de la vid a la que tumbó la filoxera. Olivos centenarios, injertos de
acebuches, de troncos retorcidos como oprimidos por el dolor donde el trabajo
siempre superó a los posibles beneficios de la recompensa.
Vengo de un tiempo en el que había
toque de campanas. Tocaban a gloria, a fuego, a agoni, a muerto, a vísperas, a
tercia, a nona... Tocaban las campanas a misa. “Niño, mandaba la voz ronca de
Vicente, el sacristán, el segundo…” Anunciaban con repiques que salía Jesús
Sacramentado a la calle el Día del Corpus. Comunicaban que había llegado la
hora del Angelus. “El ángel del Señor anunció
a María…”
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