Las imágenes son tremendas. Los
hombres en su desencuentro habitual algunas veces van más lejos de lo deseable.
Se embarcan en decisiones que pueden tener más o menos comprensión según qué
partes pero ningún sentido común.
El del pelo de purpurina ha
decidido que su embajada en una tierra que se llamó ‘prometida’ para el pueblo
Israel ahora se va de una ciudad a otra. No le gusta el mar de Tel Aviv y se
traslada a Jerusalén. Así entre gente lógica pues podría pasar sin más. Pero no
es el caso.
Jerusalén, la ciudad eterna –
al menos, conflictiva desde su fundación - parece que resiste a tirios y
troyanos. O lo que es lo mismo: hebreos, cristianos y musulmanes. Todos dicen
que es su ciudad y que, además, por si faltase poco, Santa.
Los del bando contrario, en
este caso, bandos porque son unos pocos, musulmanes y palestinos dicen que no
están de acuerdo con la decisión. Los cristianos también hacen lo que pueden y
los hebreos apuestan por la mayor. No cabe mayor desatino. Todos contra todos.
El pueblo, el pueblo llano ese
que manejan en todos sitios, se ha tirado a la calle. Es la guerrilla en todas
las equinas. Los niños palestinos no juegan con tirachinas como los niños de
otras tierras a ver quién pone la piedra más lejos. No. Aquí a ver quién la
pone en la cabeza del soldado israelí, su enemigo irreconciliable que no usa
armas de piedras y hondas sino otras más
mortíferas. Vamos, las que matan de
verdad.
Hablan de muertos, demasiados
muertos. Siempre en las guerras mueren los más desgraciados, los más
indefensos, los que están en la calle. Los que deciden en despachos, a miles de
kilómetros, a esos no les llega el polvo de la batalla.
No tienen tirachinas los niños
palestinos. Les pesa la injusticia y la incomprensión de muchos hombres que han
olvidado que un día fueron niños y que probablemente nunca jugaron con
tirachinas, los de verdad, no los mortíferos del odio y la incomprensión.
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