viernes, 18 de mayo de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Antequera



Antequera fue la ciudad en la que dormí, en pensión de pueblo, la primera noche que lo hacía fuera de mi casa. Acudíamos al examen de Ingreso. El instituto se llamaba y -se llama- Pedro de Espinosa. Íbamos seis: dos niñas y cuatro muchachos.

El ‘mixto’ nos recogió, al caer la tarde, en la estación de Álora.  Nos dejó en la de Antequera con noche cerrada. Recuerdo que subimos, por la cuesta de la estación,  andando. En los alrededores, de lo que años después supe que era la iglesia de los Trinitarios, unos niños jugaban en torno a una hoguera.

Las imágenes de infancia no se borran. La habitación era grande y destartalada,  paredes encaladas, techos altos y balcones grandes. En un rincón, cerca de la puerta de entrada, había un palanganero, con jarra, jarrón y toallero. Estaba de adorno, porque el servicio -si se le podía llamar así- se ubicaba al fondo del pasillo. Del techo pendía una bombilla de luz pálida y tenue. Aquella noche dormí muy mal.

Después he vuelto muchas veces a Antequera. Admiro la monumentalidad que encierra. Uno siente sana envidia cuando sabe de tanto bueno y en ocasiones, tan desconocido como encierran estas ciudades.

He pasado la tarde en Antequera, porque por mayo veneran, al Cristo de las Aguas. Bajamos a San Juan, a donde el Señor de las Aguas; después por la Virgen de la Espera hemos subido a Santa María la Mayor.

La ciudad bajo los pies se extiende pletórica de belleza y encanto. Pedro Espinosa, libro en mano, petrificado, duda si seguir la lectura, admirar un balcón ahíto de geranios de la calle de en frente o pasear la vista por tejados, espadañas y campanarios.

Desde la explanada los tejados muestran sus tejados marcados por rayas blancas de cal. Una manera distintiva de afianzar, aún más, una personalidad que  sale a borbotones. Alguien dijo en cierta ocasión que “por muchas razones, Antequera tiene que ser la capital de Andalucía”. No aportó ninguna. Se la birlaron. Una pena.





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