Antequera
fue la ciudad en la que dormí, en pensión de pueblo, la primera noche que lo
hacía fuera de mi casa. Acudíamos al examen de Ingreso. El instituto se llamaba
y -se llama- Pedro de Espinosa. Íbamos seis: dos niñas y cuatro muchachos.
El ‘mixto’
nos recogió, al caer la tarde, en la estación de Álora. Nos dejó en la de Antequera con noche
cerrada. Recuerdo que subimos, por la cuesta de la estación, andando. En los alrededores, de lo que años
después supe que era la iglesia de los Trinitarios, unos niños jugaban en torno
a una hoguera.
Las
imágenes de infancia no se borran. La habitación era grande y
destartalada, paredes encaladas, techos
altos y balcones grandes. En un rincón, cerca de la puerta de entrada, había un
palanganero, con jarra, jarrón y toallero. Estaba de adorno, porque el servicio
-si se le podía llamar así- se ubicaba al fondo del pasillo. Del techo pendía
una bombilla de luz pálida y tenue. Aquella noche dormí muy mal.
Después
he vuelto muchas veces a Antequera. Admiro la monumentalidad que encierra. Uno
siente sana envidia cuando sabe de tanto bueno y en ocasiones, tan desconocido
como encierran estas ciudades.
He
pasado la tarde en Antequera, porque por mayo veneran, al Cristo de las Aguas.
Bajamos a San Juan, a donde el Señor de las Aguas; después por la Virgen de la Espera hemos subido a Santa
María la Mayor.
La
ciudad bajo los pies se extiende pletórica de belleza y encanto. Pedro
Espinosa, libro en mano, petrificado, duda si seguir la lectura, admirar un
balcón ahíto de geranios de la calle de en frente o pasear la vista por
tejados, espadañas y campanarios.
Desde
la explanada los tejados muestran sus tejados marcados por rayas blancas de
cal. Una manera distintiva de afianzar, aún más, una personalidad que sale a borbotones. Alguien dijo en cierta
ocasión que “por muchas razones, Antequera tiene que ser la capital de
Andalucía”. No aportó ninguna. Se la birlaron. Una pena.
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