Me llegué a Flores. Está el
santuario con la luz de la mañana. Se ha levantado el poniente; el cielo con un
velo sutil, suave, sin el azul que le da el aire de arriba. Arrullan las
palomas en el alféizar de la ventana…
Entro. Me senté donde siempre,
o sea, en el segundo banco a la derecha, delante del altar de otra Virgen, la
Virgen de la Paz. La saludo. La veo en el camarín. Hoy le han cambiado de
manto. Tiene flores nuevas en jarrones de cristal…
¿Te acuerdas de aquellos
papeles viejos? Sí, los del Leguito…
Le refresco – como si a Ella le
hiciera falta refrescarle la memoria – lo del leguito… Lo recogió en 1732
Bernardo Campoo, el cura de Álora que estaban en Griñón… El leguito del convento era un hombre
simple en sus formas pero tierno y entrañable.
Sus luces no daban para más. El
hombre sabía de su huerto, de sus cosas. Enamorado de su Virgen – la Virgen de
Flores – él, a su modo, la piropeaba en su afecto y ternura: “eres más linda y
hermosa que las coles, y los nabos de la huerta, eres mucho mejor que la
albarda de la mula de la noria…” Dicen los papeles viejos que la Virgen le
sonreía…
El padre guardián pasa por
allí; lo escucha. Repara en los disparates… Le reprime y le recomienda.
“Hermano, dígale, que es más hermosa que el sol, y que la luna, y más linda que
el cielo y las estrellas…” Aprendió el Leguito su nueva oración, pero la Virgen,
vio que aquello era estudiado. Y ya no le sonreía como le sonreía otras veces…
Acudió el leguito apenado donde
el padre guardián. Se lo contó. “Ya hice lo que me mandó, pero la Virgen…” Vio
el superior la beatitud del buen hombre y, entonces, le aconsejó: “dígale lo
que le parezca…” El hombre volvió a contarle lo que era su vida… La Virgen,
dicen, le esbozó una sonrisa más grande aún que todas las sonrisas que les
había regalado antes…
Nos hemos mirado. Le he contado
mis cosas. Cuando sea mayor, le he dicho que quiero ser el leguito que cuide su
huerto. Fuera había silencio, paz por dentro. Silbaba en la espadaña el viento;
en el alféizar, arrullos de palomas…
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