Dicen que son melodiosos y embaucadores,
dulces como la miel y sutiles como la brisa que infla las vela de los barcos. Dicen
que son tan encantadores, que quien los escucha difícilmente puede sacudirse de
ellos y se ve empujados por un impulso interior a seguirlos. Dicen que…
Ulises, a quien el padre Homero
hacía viajar por las aguas azules, de olas encrespadas y rizadas de nácar del
mare Tirreno, de regreso a Ítaca, las temía. Les tuvo tanto miedo, que advirtió
a sus hombres del peligro que encerraban y les aconsejo que de amarrasen al
mástil del barco para evitar que fuesen arrastrados hasta ellas. Él mismo se
tapó los oídos con pez para aislarse del peligro.
Nadie sabe si las sirenas son
rubias, morenas o de cabellos castaños. Hay quien afirma que su busto de mujer
se remata con forma de pez y ellas, en su desgracia, lamentan no tener pies
para irse tras los hombres y bailar con ellos.
Cuentan que las sirenas se
acercan a la playa, se suben a las rocas y con peines de coral, escarmenan
sus cabellos, dejan sus restos, algas
capaces de enredar a navegantes incautos.
Yo la única sirena que conozco
es la que, en bronce, está sobre una roca en el puerto de Copenhague. Cuando la
vi me pareció poca cosa. Dentro de mí surgió un sentimiento de piedad y
compasión hacia ella pensando en lo que serán las noches de invierno con aguas
gélidas en aquellas latitudes.
En la Costa del Sol, en los
meses de verano, aparecen otras sirenas. Desembarcan de aviones – o sea, que
vienen desde tierra adentro, muy adentro – y dejan que el sol achicharre su
piel hasta cambiar el rubio nórdico por un moreno casi africano. A veces, para
conseguirlo con más rapidez – el calendario de las vacaciones es efímero y
juega en su contra – se ponen unos potingues de botica.
Hay también sirenas de río.
Algunas se quedan varadas entre los juncos de sus orillas y se enredaron en las
raíces de los sauces y árboles de ribera que crecen junto a la lengua del agua.
Aunque para enredo el que se le ha venido encima a la trama de los que se dejaron
seducir por los cantos del dinero fácil… ¡Dios, qué escándalo y qué poquísima
vergüenza!
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