El
campo se va por días. Ya amarillean las lomas. Se forman figuras geométricas:
cuadrados, rectángulos… Dentro de nada todo estará amarillo. A mí no me gusta
el color de verano. Prefiero el verde que viene después de las sementeras de
otoño, o el color de la yerba que crece en invierno. Hay un abaniqueo de hojas
de envés blanquecino en los álamos en la orilla del río…
Las
tardes se alargan y cada vez el sol se pone más tarde. Pasa por la calle la
gente que viene de andar de Flores. Va sudorosa. Algunas mujeres llevan una
botella de agua… vacía. El líquido vivificador se quedó por camino.
Una
pareja de mirlos ha hecho un nido en la cruceta de un naranjo. Es el naranjo
chino, el que se llenó de azahar en abril y está al borde del bancal grande. Lo
he descubierto por azar. Dos pataletes pelones y con boqueras amarillas han
abierto el pico cuando han notado mi presencia. No he querido tocarlos por
miedo a que la madre los aburra. La mirla se las andaba revoloteando entre los
plantones de tomates. Buscaba insectos en el alcorque del estiércol. Mientras
yo he permanecido cerca del nido, ella ha estado alejada.
Me he
retirado. Me ha venido el recuerdo de cuando era niño y competíamos por ver
quién “tenía” más nidos. Andábamos las huertas de Los Aneales, por los Llanos…
Algunas veces cruzábamos el río y nos perdíamos por el Hoyo del Conde. Los de
chamarines eran los más tempranos. Luego, venían los verderones, seguidos de
jilgueros, y mirlos, por último, cuando ya apuntaba a verano y comenzaban a
segarse las cebadas y los trigos nacían las tórtolas y las camadas de
perdigones en la campiña.
Esta
mañana cantaban un pájaro perdiz, al otro lado del arroyo, en la umbría. Era
media mañana. Deben tener el nido cerca y el macho entonaba un canto diferente
a como lo hace cuando reclama. No le contestó el campo. Ya deben estar
emparejados y se las andan en sus cosas.
¿Qué
queda de aquel niño y de aquel tiempo?
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